Defensa de criminales, y ataque a la Justicia

MANINI, ENTRE LA DEFENSA DE CRIMINALES Y EL ATAQUE A LA JUSTICIA

Romper el hechizo

Gabriel Delacoste
7 agosto, 2020

Guido Manini insiste con atacar a la Justicia y defender a los criminales de la dictadura. A pesar de que lo viene haciendo, con perfecta coherencia, desde hace años, cada vez que lo hace vuelve a ser noticia. Mientras sus socios del gobierno, que no pierden oportunidad de decir «democracia», se hacen los distraídos, quienes no quieren que los militares regresen al poder no saben todavía qué hacer para contrarrestarlo.

Se impone una pregunta: ¿Por qué Manini hace esto? Podríamos responder de forma sencilla: honestamente puede creer que lo que hace es lo mejor. Esto, además, está alineado con los intereses del núcleo de la base política de su partido: los oficiales retirados de las Fuerzas Armadas. La razón es obvia. Muchos de ellos tienen problemas con la Justicia por haber protagonizado crímenes gravísimos. Cada delito puntual tiene sus detalles, pero colectivamente son culpables del peor de todos los crímenes: la tiranía. A este grupo de criminales les sirve tener un partido con un considerable peso parlamentario, capaz de presionar a la Justicia para evitar ir presos. Esta es, entre otras cosas, la razón de ser de Cabildo Abierto. Es la expresión política de los tiranos temblando.

Esta nota podría terminar acá, dando la pregunta por respondida. Pero queda un problema. En la edición del martes 4 del programa de TV Ciudad La letra chica, el politólogo Daniel Chasquetti hizo notar que identificarse con la dictadura podría herir la chances de Manini para 2024, lo que debería ser un problema para un político ambicioso como él. Esta aparente contradicción entre sus acciones y la estrategia electoral óptima nos fuerza a quedarnos un tiempo más con la pregunta. La respuesta de Chasquetti es que el objetivo de Manini no es necesariamente, o no es solamente, buscar la presidencia en las próximas elecciones, sino «levantar la bandera de sectores vinculados a las Fuerzas Armadas, vinculadas al proceso cívico-militar» y representar sus intereses, aun si esto tuviera costos electorales. Esta es una conjetura razonable, por lo que podríamos dar nuevamente por respondida nuestra pregunta. Pero quizás sea útil proponer otra forma de ver la cuestión.

MEJOR SER TEMIDO QUE AMADO

Existe una posibilidad más siniestra. No debería ser negocio estar asociado a la dictadura, en un país donde esta es, por lo menos en el discurso explícito, vista como un tiempo de atropellos e injusticias, como la máxima encarnación del mal. Pero quizás, de algún modo, la asociación con esos tiempos terribles juegue, de una forma obscena, a favor de Manini y los suyos.

La teoría política clásica llama tiranías a los regímenes que basan su poder en el miedo, y no en la legitimidad, el consentimiento o la virtud. El tirano es el que gobierna amenazando. El que persigue, exilia, mata, viola y tortura para mantenerse en el poder. Le dicen terrorismo de Estado justamente porque es una situación en la que el Estado aterroriza a la población (mejor dicho, aterroriza más que de costumbre a una proporción de la población más grande que de costumbre) para mantener su dominio.

En particular, la tiranía que terminó en 1985 se dedicó a atormentar, con una violencia metódica, deliberada y probada más allá de toda duda, a militantes, trabajadores e intelectuales de izquierda. Esto no fueron «hechos lamentables» puntuales, sino una parte fundamental de la estrategia de la dictadura. Después de las revueltas, revoluciones y liberaciones nacionales que sacudieron a todo el mundo en los sesenta, vino una reacción que tenía como objetivo ahogar ese impulso transformador. En el Cono Sur (Uruguay incluido) los encargados de hacer realidad esa reacción (y de hacerle los mandados a Estados Unidos) fueron gobiernos autoritarios liderados por las Fuerzas Armadas. Estos gobiernos, además, pusieron los cimientos del neoliberalismo posterior, persiguiendo a sindicalistas, reduciendo los salarios y haciendo reformas tendientes a la «apertura» de las economías a los capitales trasnacionales.

Aterrorizar a la izquierda era, así, un objetivo central para los tiranos. La izquierda salió de la dictadura herida, confundida, mucho más dispuesta a negociar, lista para hacer una eterna autocrítica, llena de disputas entre presos, exiliados y clandestinos, desactualizada por haber sido excluida una década de la vida cultural. Y asustada. Como pudo, se sacó de encima el terror. Se recompuso, pensó, la peleó y logró no sólo ser clave en la resistencia y en la salida de la dictadura, sino también disputar campañas electorales, plebiscitos, debates intelectuales y, finalmente, llevar al Frente Amplio (FA) al gobierno. Logró, además, entre marchas y contramarchas, llevar a la Justicia a algunos de los peores criminales de los setenta. La izquierda demostró a sus carceleros que no era tan fácil de aplastar.

Pero un día Manini, un militar ambicioso proveniente de una de las grandes familias de la derecha y la oligarquía uruguayas, desafió al gobierno civil y a la Justicia. Demasiado tarde, fue destituido. Esperando su salida, mientras todavía era militar, sus amigos le habían preparado un partido político. La campaña electoral que siguió estuvo decorada con apariciones públicas de Gavazzo, pedidos de medidas prontas de seguridad y un plebiscito que proponía allanamientos nocturnos y militares patrullando las calles (¡propuesto por un wilsonista!).

Mientras tanto, Manini y su partido hacían gala de sus credenciales ultraderechistas, produciendo un escándalo atrás del otro. A ningún izquierdista le pasó desapercibido que estas cosas parecieran diseñadas para recordarle el terror sufrido, y que puede volver a suceder. Manini convoca mejor que nadie al fantasma de la dictadura, y este asusta a la izquierda. La derecha sabe eso y, aunque no lo admita, por eso simpatiza con el exgeneral.

Es posible leer el esfuerzo de Manini por identificarse con la dictadura como una forma de ser temido. En una situación de crisis e inestabilidad, no es raro que mucha gente quiera resguardarse junto a quien tenga el garrote más grande. Manini ha logrado presentarse como un personaje inteligente y peligroso, características muy apreciadas en una época en la que Walter White y Frank Underwood están entre los héroes que más despiertan la imaginación desde las pantallas. En una cultura en la que la transgresión está erotizada, los tabús se hacen atractivos. Los intelectuales conservadores entienden esto hace mucho, y saben jugar con el erotismo del fascismo prohibido, seduciendo con una danza en la que muestran la puntita de la esvástica y gozan con el horror de la platea, que pide más.

Los personajes políticos que juegan el papel del malo se alimentan de la controversia, que es lo que más levanta los ratings y los retuits. Los medios y sus consumidores se hacen adictos al escándalo, y las derechas más duras cosechan lo sembrado por décadas de hegemonía neoliberal que, escondida detrás de su nominal defensa de la democracia, trabajaba para que las personas adoren a quienes los explotan, los mandan y los destruyen.

Los ultraderechistas dicen lo que piensan las partes más desbocadas del inconsciente liberal. Por eso, los centroderechistas no logran encontrar la energía para pararles el carro a los «excesos verbales» de sus primos lejanos. Las elecciones brasileñas de 2018 demostraron que, ante la posibilidad de elegir entre una centroizquierda moderada y democrática y una ultraderecha liderada por militares golpistas y fanáticos religiosos, el grueso de los centristas liberales puede perfectamente elegir la segunda opción. A esto se suma que, en las situaciones en las que el régimen democrático se tambalea y es desprestigiado por la corrupción o por no tener la capacidad de solucionar los problemas de la gente, es plausible que muchos decidan dar una oportunidad a quien represente lo opuesto de la democracia.

EL MODO DE RESPONDER

Así descrito, pareciera que el crecimiento de las ultraderechas es una máquina imparable que funciona sola, pero la cosa no es tan así. Los ascensos meteóricos de candidatos ultraderechistas son la excepción y no la regla. Es cierto que en muchos lugares los partidos de ultraderecha son más importantes que hace unas décadas, pero también es cierto que esos partidos muchas veces quedan estancados y no logran salir de su pequeño nicho.

En Uruguay la derecha dura no es algo nuevo. El 42 por ciento que votó Sí en el plebiscito que propuso la dictadura en 1980 para perpetuarse no desapareció mágicamente en 1985. En 1989, Pacheco sacó 290 mil votos. Y en los últimos años, los plebiscitos punitivos obtuvieron votaciones respetables, aunque su derrota demuestre que no eran tan populares como parecían. La aparición de Cabildo Abierto puede ser llamativa en un país que no está acostumbrado a los partidos nuevos, pero no se trata de un fenómeno electoral tan tremendo. Su 11 por ciento es comparable a la mejor votación del Nuevo Espacio y a la peor del Partido Colorado.

Lo distinto es que, a diferencia de Hugo Batalla en 1989 y Guillermo Stirling en 2004, Manini produce fascinación, aun sin desplegar un carisma avasallante ni una retórica inspiradora. En alguna medida, su capacidad de llamar la atención se debe a la forma como la izquierda reacciona a cada una de sus declaraciones, como desesperada por demostrar lo que todo el mundo ya sabe. Estas reacciones están plenamente justificadas: efectivamente, las declaraciones de Manini y sus cabildantes son grotescas e impropias de una democracia. Pero es necesario romper el hechizo de la fascinación con esa oscuridad. No es que haya que evitar criticarlo. Pero quizás la cuestión sea criticarle otras cosas, de otras formas.

Hace unos meses, algunos centristas y frenteamplistas propusieron la idea de un «cordón sanitario», es decir, una alianza de los partidos políticos democráticos para aislar a la ultraderecha y excluirla del gobierno. No sería razonable descartar la posibilidad de alianzas improbables, pero esta propuesta tiene sus problemas. El primero, que sería extraño que se formara un cordón contra una fuerza que ya está en el gobierno. El segundo, que el cordón implicaría la entrada del FA a la coalición, y que, para que eso fuera posible, o bien el gobierno debería renunciar a la mayor parte de su agenda, o bien el FA tendría que explicar a su base electoral por qué está apoyando el ajuste de la derecha. Y el tercero, y quizás más importante, sería que una alianza de todo el sistema político contra un partido nacionalista en un contexto de crisis daría a ese partido la oportunidad perfecta para desarrollar una estrategia populista contra «las elites».

En un contexto así, no sería una buena idea para la izquierda quedar demasiado pegada al statu quo. Si miramos a Chile y a España, que cuentan con regímenes democráticos nacidos más o menos en la misma época que el uruguayo, vemos que allí se están dando crisis de régimen. En Chile, por una revuelta que, a pesar de ser respondida con una represión brutal, forzó la convocatoria de una asamblea constituyente. En España, por una lenta crisis política que ya produjo el movimiento de los indignados, desordenó el sistema de partidos, radicalizó el independentismo catalán y se corona con la huida del rey emérito, acorralado por acusaciones de corrupción. En los dos países hay ultraderechas en ascenso, pero también nuevas izquierdas y oportunidades para pensar una nueva democracia.

El descontento por la crisis económica y social que se está desarrollando va a estar en disputa. La ultraderecha va a intentar llevar esa agua para su molino, y para ello tendrá que eventualmente romper la coalición multicolor. Pero nada garantiza su éxito. El descontento puede producir la capacidad de expresarse de manera autónoma, de formas que la ultraderecha esté imposibilitada de cooptar. Todo se jugará en las calles y en las capacidades de pensamiento y organización.

No es imposible, de todos modos, que sean ellos los que se impongan. Pero eso tampoco sería el fin del mundo. Aunque puedan hacer mucho daño, nunca van a tener una victoria definitiva. Si algo demostró la experiencia de la dictadura, es que sus intentos de liquidar a la izquierda no van a funcionar, y que siempre habrá quienes encuentren la manera de pensar, organizar, expandir y defender formas de vida mejores que las que ellos quieren imponer.

 

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