El honor militar en los años 60
5 de septiembre de 2020 ·
Escribe Álvaro Rico
En la institución militar arraiga un acendrado sentido del honor; contradictoriamente, no tiene héroes ni relatos épicos a invocar en democracia. Quedaron lejos en el tiempo los ejemplos del pionero Tydeo Larre Borges o la hazaña del “alférez Cámpora”. Los héroes ya no son de carne y hueso sino de bronce, mitos del origen de la Patria, caudillos y batallas históricas, que se unifican en el culto al prócer, José Gervasio Artigas, como fundador de la nacionalidad.
El honor militar está ligado originalmente al honor de la caballería y el caballero, la guerra y el guerrero, y a un prototipo de héroe homérico. Las situaciones de paz y los “buenos modales” democráticos neutralizan el ideal épico, y transfieren el honor del campo de batalla al orgullo de vestir el uniforme, al juramento de fidelidad a los símbolos patrios, a la lealtad y el espíritu de cuerpo, al vitorear del compromiso social (atender ollas populares, refugios en cuarteles) o al cumplir funciones policiales en el país y el exterior (contra el abigeato en fronteras, guardia perimetral en cárceles, el orden público en misiones de paz). Todas acciones necesarias que resaltan un prototipo de sacrificio cotidiano radicado en la tropa pero alejado del Campo de Marte.
La década de los años 60 del siglo pasado (y principios de los 70) fue muy distinta. El honor se constituyó en un valor estructurador de identidades y culturas ligadas al carácter épico del período histórico. Matar o morir devino objeto de la política, y ello no solamente difuminó el límite entre la vida y la muerte, sino que posibilitó que el Estado social uruguayo, devenido autoritario, reivindicara como parte de la soberanía interna aquella potestad de los monarcas absolutos: el derecho a la vida de sus conciudadanos.
La exacerbación de la honra y el culto de la acción directa fueron acompañados por una alta moralización de las conductas personales e institucionales que permitieran diferenciar entre amigos y enemigos, héroes y cobardes, comprometidos y pancistas. El brillo del honor y los actos de valentía encandilaron la oscuridad de las conductas deshonrosas, sin distinguir estamentos: los empresarios implicados en ilícitos económicos deshonraron la probidad del comerciante; la corrupción política deshonró la función de servicio y la palabra pública. La “infidencia” como conducta desleal fue la metáfora que atravesó la época.
Muchos sujetos del honor en la izquierda también forjaron su identidad en la épica de la guerra; se tomó prestado de la organización y la simbología militar una parte de sus referencias y metáforas más usadas: militar-militancia, los “fierros”, los “cuadros” como los oficiales del movimiento popular, el “estado mayor” del partido, el “destacamento avanzado”.
Los políticos primero se injuriaban, y ofendidos se batían luego a duelo, una especie de combate formalizado entre caballeros, una “guerra en miniatura” en la que los padrinos y directores del lance eran militares. Quién recuerda hoy que el futuro adalid del “cambio en paz” se batió a duelo con su correligionario, Manuel Flores Mora, y no se reconcilió. El propio Óscar Gestido pidió licencia a la Presidencia de la República para batirse a duelo.
Los militares en esa época condujeron una “guerra interna” declarada por el Estado uruguayo contra ciudadanos estigmatizados como “enemigos internos”. “A los vencedores no se les pone condiciones”, decía un gallardo general; pero esa victoria no nombra guerreros ni describe hazañas, apenas se puede invocar en democracia. Quizás, en su fuero íntimo, José Gavazzo y Gilberto Vázquez por medio de su saña descriptiva quisieron reafirmar las cualidades del guerrero-soldado para matar, recordándoselo a generales que nunca estuvieron en el “campo de batalla” ni en la lucha “cuerpo a cuerpo”.
Aquella guerra antisubversiva fue también una “guerra sucia”. La lógica bélica en su despliegue no sólo sobrepasó el límite de lo legal-ilegal, sino que traspasó los límites civilizatorios, la distinción ética entre el bien y el mal, lo humano y lo inhumano. Todo se justificó en el accionar de los institutos armados. El concepto militar de “obediencia debida” terminó por separar el contenido de la orden del imperativo ético de quien la cumple, llevando al extremo la lógica burocrática y despersonalizada de “atenerse al expediente”, que tanto horrorizó a Max Weber. El enemigo era un “irregular”, no reconocido como combatiente sino como “delincuente común”, “traidor a la patria”, “mal nacido”, degradando su estatus de persona.
Por si fuera poco, la estrategia militar consideró que el éxito en el combate a la subversión pasaba por “clandestinizar” a la institución: centros clandestinos de detención y enterramientos, tumbas NN, vuelos de la muerte, traslado ilegal de prisioneros, secuestros por detenciones, juicios sumarios, adopciones de bebés fraudulentas, comandos paraestatales, mentira institucional sistemática. Y aquellos decretos que en los años 60 reglamentaban puntillosamente el uso del uniforme militar que se debía lucir con “garbo y brillo”, con porte de “armas a la vista”, los “carnets de identificación” de los oficiales y “distintivos” de las Armas, se transformaron en el traje de paisano, la falsificación de documentos, el nombre de guerra y los seudónimos (“Óscar” para operar, “India” para interrogar).
El exacerbado sentido del honor de la corporación militar fue directamente proporcional al poder del Estado uruguayo para ejercer la violencia moral, deshonrar a las personas y sus cuerpos, la sede del honor: cuerpos fusilados, torturados, encerrados, torturados, violados, expulsados, mutilados, descabezados, apropiados. El cambio de la identidad por el buen nombre familiar, el apellido por números de presos, el epitafio sin nombres. Monopolio institucional para ultrajar, ofender, avergonzar, estigmatizar, discriminar; un sistema de violencia moral serial que integró el sistema de castigos físicos y psíquicos. El detenido-desaparecido, sin cuerpo encontrado ni sepultura a la vista, es la parábola en democracia de aquellos crímenes y deshonras de la dictadura que la ley de impunidad legó a esta sociedad, que todavía se asombra.
Álvaro Rico es docente en la Universidad de la República.
La izquierda y las actas
5 de septiembre de 2020 ·
Escribe Marcelo Pereira
El impacto que ha tenido la divulgación de las actas del tribunal de honor a Gilberto Vázquez es llamativo, y parece ser más anímico que racional. Esto no sorprende: está muy estudiado que los factores emocionales tienen cada vez más que ver con la repercusión de las noticias, y es muy necesario analizar qué pasó con esta.
Los hechos
Que esas actas se hayan ocultado en 2006 es, sin duda, relevante, pero no porque haya tenido alguna consecuencia en el proceso judicial contra el represor, ni porque haya impedido avanzar en alguna otra investigación acerca del terrorismo de Estado.
El coronel Vázquez, en un intento de comprometer a los integrantes del tribunal de honor, admitió haber cometido delitos por los cuales de todas formas fue condenado y cumple hasta hoy condena. Lo que dijo sobre otros temas ya era sabido y fue establecido en numerosos fallos de la Justicia, sin que el ocultamiento de las actas lo impidiera. No hay bases para afirmar que la divulgación en su momento de aquellas actas hubiera permitido un avance más rápido de la búsqueda de verdad y justicia.
La principal y casi única revelación tiene poco de sorprendente: hace 14 años, los altos mandos del Ejército fueron responsables de que no se conocieran declaraciones que, sin constituir legalmente una confesión, contribuían a confirmar que el terrorismo fue realmente de Estado, no “excesos” aislados sino acciones planificadas y ejecutadas mediante instituciones estatales.
Tal conducta de los mandos no puede llamar la atención porque, antes y después, hubo muchas otras acciones y omisiones, militares y civiles, con el mismo propósito de ocultamiento. En 2006, su objetivo principal ya no era impedir la acción judicial, que había comenzado con los gobiernos nacionales del Frente Amplio (FA), sino apenas lograr una reducción de daños, y en este sentido tampoco fueron muy exitosas.
Es posible plantear, ahora, que en 2006 se podría haber sospechado que era importante obtener y leer esas actas, que no habían sido entregadas y sobre cuyo contenido no se había informado. Eso no habría tenido grandes consecuencias desde el punto de vista judicial, pero habría permitido que la conducta desleal de los mandos de la época fuera sancionada. Como sabemos hoy, los posibles relevos no daban para entusiasmarse, pero algo habría sido algo.
Una posible causa del impacto
El efecto anímico de la noticia perturbó, desmoralizó o indignó a numerosas personas de izquierda, informadas y politizadas. Muchas de ellas no supieron qué pensar ni atinaron a responder cuando se afirmó o se insinuó –sin aportar ninguna prueba– que las autoridades frenteamplistas de aquella época ocultaron las declaraciones de Gilberto Vázquez ante el tribunal de honor. O que, por lo menos, cometieron un acto de irresponsabilidad con graves consecuencias, que de algún modo empañó o desvirtuó todo lo que el FA representa y todo lo que hizo, en esta materia, desde el gobierno nacional.
El fenómeno no tiene una relación directa y lógica con los hechos, y quizá expresa otras amarguras, flaquezas e incertidumbres. Para empezar, las vinculadas con la derrota del año pasado. No apenas con el resultado electoral, sino con el rechazo mayoritario de la ciudadanía después de 15 años de gobierno nacional, y la sensación de que en ellos no se hizo todo lo que era indispensable.
El inicio formal del muy mentado proceso de “autocrítica” fue postergado por la dirección del FA hasta después de las elecciones departamentales, que a su vez fueron postergadas debido a la covid-19, y el paso de los meses no es inocuo. Profundiza la desazón, potenciada por el distanciamiento que impuso la emergencia sanitaria. Sería muy saludable definir cuándo comenzará ese proceso, pero su desarrollo dependerá mucho de quiénes y cómo participarán en él.
Otras causas y otras urgencias
El FA desarrolló históricamente criterios y normas para demarcar su identidad, y a la vez reguló las relaciones entre las personas y las organizaciones que lo integran, así como sus vínculos con el resto de la sociedad.
Algunas de esas reglas de juego fueron heredadas de la experiencia izquierdista anterior; otras resultaron de procesos posteriores a la fundación del FA. Hoy son anacrónicas en muchos aspectos, con independencia de que antes hayan sido acertadas o erróneas. Pero lo más grave es que no han sido reemplazadas por otras mediante un acuerdo colectivo. Se hace de cuenta que siguen vigentes, aunque en la vida política real no se apliquen ni se puedan aplicar.
Supongamos que una persona decide hoy incorporarse al FA. ¿Qué se le exige? ¿Qué información y formación recibirá? ¿Qué vínculos nuevos y productivos se le ayudará a establecer con el resto de quienes figuran como integrantes de la fuerza política? ¿De qué maneras se supone que contribuirá a enriquecer la relación del conjunto del FA con quienes no lo integran?
Las respuestas pueden ser mucho más desalentadoras que las presuntas revelaciones sobre el tribunal de honor de 2006. Sin embargo, y pese a todas las carencias actuales, hay una enorme riqueza disponible, como se vio entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones del año pasado.
Los derrotados cuando el FA llegó al gobierno nacional tardaron mucho en digerir lo que había ocurrido y tomar medidas útiles para levantar cabeza. De todos modos, no han adquirido destrezas insuperables. Si al FA de hoy lo sacuden soplando, esto se debe muchísimo más a su propia debilidad que a la potencia de sus adversarios. Varios de ellos simplemente han aprendido, con el apoyo de algunos especialistas, a utilizar ardides modernos para incidir sobre la opinión pública.
Esos ardides requieren y consolidan un tipo de sociedad. La izquierda debería usar las nuevas tecnologías para construir relaciones sociales distintas. No se trata de formar una secta, sino de reactivar diferencias, y sobre todo de recrear y profundizar el viejo lema de la “unidad en la diversidad”. El camino será largo, y por eso es necesario empezar a recorrerlo cuanto antes.