MOTIVACIONES DEL ATENTADO CONTRA EL PARTIDO NACIONAL EN 1978
Anatomía de un asesinato
Samuel Blixen
25 junio, 2021
La reactivada investigación sobre el intento de magnicidio contra la dirección del Partido Nacional en 1978 revela cómo la dictadura apelaba al asesinato de terceros para dirimir sus problemas internos.
Esteban Cristi y Julio Vadora
El caso del vino envenenado, un complot que en 1978 pretendió eliminar físicamente a tres principales dirigentes del Partido Nacional, tuvo dos víctimas: una, la señora Cecilia Fontana de Heber, madre del actual ministro del Interior, Luis Alberto Heber, y otra, el proyecto del entonces comandante en jefe del Ejército, general Gregorio Álvarez, para una «salida» política. El plan consistía básicamente en desplazar al «presidente» Aparicio Méndez y proclamar un triunvirato de gobierno, con el Goyo como cabeza y con dos personalidades civiles, una blanca y otra colorada, como comparsas de un cuplé democratizador.
En la óptica de los asesinos, la muerte de Cecilia Fontana fue un «daño colateral». Las tres botellas de vino blanco Los Cerros de San Juan (a las que se les introdujo, mediante una fina aguja que atravesó el corcho, un potente plaguicida fosforado) iban destinadas a Mario Heber, Carlos Julio Pereyra y Luis Alberto Lacalle, para que brindaran «por la patria en su nueva etapa». Solo Cecilia Fontana abrió la botella días después de recibir el regalo, tomó una sola copa y cayó fulminada en medio de terribles convulsiones. Nada hubiera impedido que otros familiares de los tres dirigentes nacionalistas compartieran el vino envenenado, de modo que en el cálculo de los victimarios la tragedia podía adquirir otras dimensiones.
Aunque Lacalle, Heber y Pereyra salieron ilesos del complot, el objetivo quedó asegurado: el solo intento de eliminar a los dirigentes nacionalistas desinfló el proyecto de «junta de gobierno» y Gregorio Álvarez debió aguardar hasta setiembre de 1981 para ser proclamado presidente, después de comprar complicidades y tejer alianzas entre los miembros del generalato, tras su pase a retiro.
Así como en 1973 se puso a la venta la ilusión de un sector peruanista en el Ejército (con supuestas intenciones de promover políticas sociales y de corte nacionalista, como lo hacía en Perú el general Juan Velasco Alvarado), en 1978 se hablaba de una confrontación entre dos sectores de las Fuerzas Armadas, uno moderado y aperturista, liderado por Álvarez, y otro intransigente y radical, impulsado por los oficiales que respondían al general Esteban Cristi, ya en situación de retiro.
Efectivamente, la confrontación entre los dos sectores, que se agudizaba desde 1974 (y, en particular, desde el desplazamiento del coronel Ramón Trabal), dividía al Ejército, pero, al menos, en las cabezas visibles de las dos corrientes no existían mayores diferencias estratégicas ni políticas; era simplemente una lucha entre dos fracciones por el control del poder.
El general Álvarez creyó que había ganado la pulseada cuando desplazó de la inteligencia al general Amaury Prantl, mano derecha de Cristi, y al teniente coronel José Gavazzo, a quienes identificó como los autores de un pasquín, El Talero, de distribución interna en el Ejército, dedicado a difamarlo y a denunciar su proyecto de triunvirato.
Aunque no existían fisuras en cuanto al cronograma acordado por las Fuerzas Armadas y se coincidía en rechazar los intentos de la embajada estadounidense para propiciar una suerte de democratización, el sector radical se oponía a la consolidación del Goyo. La movida del sector radical en combinación con sectores civiles de ultraderecha consistió, entonces, en generar una turbulencia política de una gravedad que cortara de raíz el plan de Álvarez y llamara a sosiego a funcionarios diplomáticos estadounidenses que interpretaban en Montevideo los lineamientos generales de la política de derechos humanos del presidente Jimmy Carter.
Desde la visita del embajador Terence Todman a Montevideo, en 1977, funcionarios de la embajada estadounidense mantenían contactos con sectores opositores al régimen militar, en particular con dirigentes del Partido Nacional que, en la óptica militar, representaba ya el mayor peligro al cronograma del proceso, en la medida en que se había desmantelado la amenaza armada, principalmente del Partido Comunista y del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.
La respuesta del sector militar radical a las ambiciones del Goyo fue el esquema de magnicidio. En lugar de resolver a los tiros la contradicción interna, se optó una vez más por elegir cabezas de turco, como ocurrió con los cinco asesinados de Soca en 1974. Descabezando al Partido Nacional se lograba, por un lado, abortar el plan de la junta de gobierno y, a la vez, erosionar los proyectos de la embajada estadounidense, que se quedaría sin los principales interlocutores blancos, Mario Heber y Carlos Julio Pereyra. Es de hacer notar que el complot del vino envenenado no fue contra el «triunvirato» nacionalista, en aquel entonces integrado por Heber, Pereyra y Dardo Ortiz. Los asesinos incorporaron a Lacalle en la lista de objetivos de dirigentes prominentes y excluyeron a Ortiz, que, por sus actitudes más conservadoras, era un contrapeso a los lineamientos que impulsaba Wilson Ferreira desde su exilio en el exterior.
Un elemento adicional de la convulsa situación política en setiembre de 1978 fue descrito por el embajador estadounidense Lawrence Pezullo en un despacho al Departamento de Estado días después del asesinato de Cecilia Fontana. Según el diplomático, el atentado de las botellas de vino, lejos de abroquelar al Partido Nacional, acentuó la división entre sus sectores y consolidó una especie de inacción que era cuestionada y denunciada por los militantes juveniles.
Los despachos de la embajada no titubeaban en atribuir el complot a sectores de extrema derecha del régimen militar. Lo mismo opinaba Carlos Julio Pereyra cuando fue interrogado en el juzgado. En las actas de su testimonio aparece una pregunta reveladora: anteriormente, en la Policía o en el juzgado, ¿había comparecido como testigo o como indagado?
Esa duda de los magistrados en 2008, cuando se levantó el archivo del caso, da una medida de las irregularidades, omisiones y manipulaciones de la investigación. La primera de ellas consistió en secuestrar el caso, que estaba en la División Homicidios de la Jefatura de Montevideo, y depositarlo en manos del inspector Hugo Campos Hermida, jefe del Departamento de Narcóticos, bajo la atenta supervisión de su jefe, el inspector Víctor Castiglioni, director de la inteligencia policial, la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII), ambos estrechos colaboradores del Servicio de Información de Defensa (SID), el servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas, involucrados en numerosos episodios del terrorismo de Estado.
La investigación de 1978 encaró diversos derroteros que no llevaron a ninguna conclusión sobre la identidad de los autores directos e inmediatos, e ignoraron algunas pistas, como la identificación de quienes compraron las botellas que después se adulteraron o la razón de que en una de las botellas aparecieran las huellas digitales del entonces subcomisario Ricardo Zabala Quinteros, de proficua actuación en el SID, incluida la detención y desaparición del maestro y periodista Julio Castro; todos los expedientes referidos a los estudios dactiloscópicos y químicos de las botellas con veneno han desaparecido de los archivos policiales, de manera que ni siquiera se puede confirmar en qué botella aparecían las huellas de Zabala.
Otro momento estelar de la insólita investigación fue el estudio de las cuatro tarjetas que acompañaban las botellas de vino. El dictamen de dos peritos caligráficos concluía que la caligrafía correspondía a una funcionaria policial, María Lemos, hermana del funcionario de la DNII José Felisberto Lemos. A pesar de la certeza de los peritos, se resolvió hacer una segunda pericia, encargada al entonces funcionario de la Policía Técnica, Washington Curbelo, cuyo dictamen descartó de plano la autoría de María Lemos.
La reapertura de la investigación en 2008 no avanzó mayormente, pese a la insistencia de Carlos Julio Pereyra y de su abogado Barrios Bove, y el expediente fue archivado «sin perjuicio», hasta que en diciembre de 2020 el entonces senador Luis Alberto Heber reclamó la reapertura de la investigación. En esto se está, cuando el episodio del asesinato de su madre se cruzó con su flamante gestión en el Ministerio del Interior. El martes 22, el ministro del Interior resolvió cesar al director de la Escuela Nacional de Policía, el comisario general (r) Washington Curbelo, el mismo funcionario que en 1978 ofreció con su peritaje una coartada salvadora a María Lemos. El ministro justificó el relevo en la necesidad de «profesionalizar las direcciones de la institución». Cuando se le señaló el vínculo de Curbelo con el episodio del asesinato de su madre, Heber fue contundente: «Yo no soy ministro de mi familia». Y no parece correcto atribuirle intenciones de revancha.