EL FINAL DE GAVAZZO, UNO DE LOS PRINCIPALES EJECUTORES DEL TERRORISMO DE ESTADO
Emblema del Cóndor
Samuel Blixen
2 julio, 2021
José Nino Gavazzo le ganó a la verdad y se llevó a la tumba los secretos sobre los crímenes de la dictadura, que preservó con tanto empeño como desprecio por la justicia.
Había sido internado en marzo el Hospital Militar, presentando un caso grave de peritonitis en el contexto de una salud delicada que había justificado su prisión domiciliaria, pero finalmente falleció el viernes 25 de junio.
El teniente coronel en situación de reforma José Gavazzo representó el compendio del deshonor militar como autor material de los crímenes que lo convirtieron en un paradigma del terrorismo de Estado. Soportaba una condena de 30 años de penitenciaría por su participación en 28 homicidios, incluida la desaparición de María Claudia García de Gelman, y otra de 25 años por su coautoría en el asesinato del maestro Julio Castro. También fue condenado a cadena perpetua por un tribunal de apelación de Roma por la muerte y desaparición de exiliados de origen italiano muertos en el marco del Plan Cóndor.
Pese a las condenas, Gavazzo seguía siendo indagado por otros homicidios y desapariciones, entre ellas las de Eduardo Pérez Silveira y Roberto Gomensoro, ambos asesinados durante sesiones de tortura en el Batallón 1 de Artillería, La Paloma, donde fue responsable de inteligencia. Eduardo Pérez fue internado en el Hospital Militar después de que Gavazzo le arrojara una granada en la celda, y, a pesar de que murió en el hospital, sigue desaparecido porque su cuerpo no fue entregado a sus familiares. Roberto Gomensoro, quien también murió mientras era torturado en La Paloma, desapareció después de que Gavazzo, por orden del general Esteban Cristi, arrojara el cuerpo al lago de la represa, en Paso de los Toros. La confesión sobre los detalles de la desaparición, para explicar que actuaba en cumplimiento de órdenes, fue aportada por Gavazzo en un tribunal de honor; la decisión del general Guido Manini Ríos –entonces comandante del Ejército– de no denunciar dicha confesión provocó una seria crisis política durante la segunda presidencia de Tabaré Vázquez.
La muerte del teniente coronel le quitó a la justicia la posibilidad de pronunciarse sobre otros crímenes: su participación en el brutal asesinato de Diana Maidanic (22 años), Laura Raggio (19 años) y Silvia Reyes (19 años), las muchachas de abril, en 1974, y su responsabilidad en el secuestro de Victoria y Anatole Julien, quienes, tras la muerte de sus padres en Buenos Aires, en 1976, fueron trasladados primero a Montevideo y después a Viña del Mar, donde fueron abandonados en una plaza.
El interrogatorio a Gavazzo sobre las torturas al periodista Rodolfo Porley fue su última incursión por los tribunales, aunque las declaraciones fueron desde su casa, mediante teleconferencia. En ellas, Gavazzo negó participar en sesiones de torturas, pero admitió que había concurrido al centro clandestino de detención y torturas 300 Carlos, ubicado en el predio del Servicio de Materiales y Armamentos, un galpón cercano al cuartel del Batallón 13 de Infantería. Esa admisión destruye el argumentario de los represores de que los distintos órganos represivos actuaban en forma independiente. El Servicio de Información de Defensa (SID), del cual Gavazzo fue jefe del Departamento III (Operaciones), en diversas circunstancias actuó junto con el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA), que contó con dos centros de tortura, el 300 Carlos y la Base Roberto, en La Tablada.
De la misma forma, oficiales del OCOA actuaron en comisión en operaciones dirigidas por el SID en el marco del Plan Cóndor, la estructura transnacional de los aparatos militares de inteligencia de la región; Gavazzo fue responsable de Cóndor 4 (Uruguay). En ese marco, el teniente coronel impulsó dos proyectos de coordinación: uno para desmantelar las bases de la Junta Coordinadora Revolucionaria en París, que integraban tupamaros, los chilenos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, los argentinos del Ejército Revolucionario del Pueblo y los bolivianos del Ejército de Liberación Nacional, y otro para asesinar en Europa a Wilson Ferreira Aldunate y a Hugo Cores. Ambos proyectos se desactivaron cuando los servicios de inteligencia franceses alertaron sobre los planes.
Otro plan de operar fuera de la región fue impulsado por el SID después de que el Congreso de Estados Unidos aprobara en 1976 la enmienda Koch, por la que se suspendió la ayuda militar a Uruguay debido a la violación sistemática de los derechos humanos. En un esquema similar al asesinato del chileno Orlando Letelier en Washington, se dispuso el traslado de Gavazzo a Estados Unidos, con estatus diplomático como agregado militar. El operativo fue descubierto por colaboradores del entonces presidente electo, Jimmy Carter, que presionaron a los responsables del Departamento de Estado para que negaran el brevet diplomático. Gavazzo finalmente no viajó a Estados Unidos, pero el proyecto se mantuvo cuando fue designado como agregado militar el general Juan Vicente Queirolo.
Miembro de los Tenientes de Artigas, la logia del sector «duro» del Ejército, José Gavazzo fue mano derecha de Esteban Cristi, Juan Vicente Queirolo y Amaury Prantl. Junto con este, Gavazzo cayó en desgracia a mediados de 1978, cuando el comandante en jefe del Ejército, Gregorio Álvarez, desbarató un operativo para desacreditarlo (y eventualmente obligarlo a pasar a retiro) mediante publicaciones en un libelo clandestino, El Talero, que circuló en la estructura del Ejército. Redactado por el propio Gavazzo, a instancias de Prantl, El Talero acusaba a Álvarez de traición por sus supuestas negociaciones con dirigentes políticos para una «salida» que incluía la destitución del presidente Aparicio Méndez y la instalación de un triunvirato del que él sería la cabeza, secundado por un blanco y un colorado.
La fulminante reacción de Gregorio Álvarez acabó con la carrera de Prantl (jefe del SID y sucesor de Esteban Cristi en el «ala dura» junto con Queirolo) y de Gavazzo. Ambos fueron obligados, tras un severísimo arresto a rigor, a pasar a retiro.
La confrontación personal entre Álvarez y Cristi por el control del poder en el Ejército dividió a la oficialidad entre Tenientes de Artigas y goyistas. Fue una división que persistió después de que los principales protagonistas cesaron como oficiales en actividad y tuvo un último capítulo en la cárcel VIP de Domingo Arena, donde se reencontraron, ya como presos, Álvarez y Gavazzo. El Goyo tuvo oportunidad de cobrarse la deuda por El Talero con un fustazo en la cara de Gavazzo.
Por una vez, el fallecimiento no embelleció la trayectoria en vida. La condena de su pasado fue casi unánime, aunque siempre hay honrosas excepciones: la integrante de Cabildo Abierto Susana Núñez, a quien el intendente de Rocha, Alejo Umpiérrez, había designado como responsable del Departamento del Adulto Mayor y Discapacidad, escribió en redes sociales, que «figuras como Gavazzo nos ayudaron a vivir libres de dictaduras comunistas. Descanse en paz». Núñez olvidó la directiva de su líder, Manini Ríos, que había aconsejado «tener cuidado con los posteos». El intendente, para equilibrar la balanza, escribió en Twitter: «x la puerta de atrás de la historia se fue el + vil exponente de una era. Supo cebarse en la carne y alma de indefensos practicando la cobardía más grande de torturas y vejaciones sin límites xa las q jamás hay excusas válidas. No habrá paz en su tumba». Pero también, como para que nadie lo confunda con un izquierdista radical, se floreó en adjetivos «contra los que festejan y reivindican un acto criminal como la toma de Pando, o nunca se arrepintieron de secuestros, robos y asesinatos desde la guerrilla». Para que conste, como apostadilla a la guillotina que hizo rodar el martes 29 la cabeza de la cabildante.
La buena salud de la impunidad
Samuel Blixen
2 julio, 2021
La última y definitiva jugada de José Gavazzo instaló la conciencia colectiva de que el ocultamiento de sus secretos no tiene retorno. Esa determinación a mantener el silencio no fue siempre tan hermética. Por las actas de su segundo tribunal de honor se pudo saber que Gavazzo estuvo dispuesto a revelar parte de la verdad ante los tres generales que lo juzgaban, aquella parte que, aun incriminándolo, derivaba la responsabilidad última en sus superiores, los que le dieron las órdenes, pero nunca llegaron a confesar su cuota parte de culpa.
Era coherente: la confesión de que él había hecho desaparecer el cuerpo de Roberto Gomensoro –cumpliendo órdenes del general Esteban Cristi– solo agregaba una mancha más a su piel y, como había ocurrido en otras ocasiones, no hubo consecuencias en la interna del Ejército: el comandante Guido Manini se las arregló para ocultar la fechoría de Gavazzo, como décadas antes lo había hecho otro comandante, el general Hugo Medina.
En el segundo semestre de 1986, las citaciones de Gavazzo y compañía ante la Justicia por los crímenes cometidos en Argentina en el marco del Plan Cóndor hacían imperiosa la solución que después se conoció como ley de impunidad. El teniente coronel Gavazzo, en la perspectiva de ser procesado, se presentó ante el comandante Medina y le explicó: «Si voy preso, hablo». Algo similar declaró a Búsqueda. Medina optó por guardar las citaciones judiciales en la caja fuerte del Comando. Fue un grosero desconocimiento de la justicia y una presión muy parecida a un golpe de Estado técnico.
Ya entonces, Gavazzo reconocía que había mucho por contar, propio y ajeno, y ese chantaje fue siempre su carta para sortear las peores consecuencias. Y otro tanto sugirió, más recientemente, el coronel Gilberto Vázquez cuando, en otro tribunal de honor, confesó suelto de cuerpo que, con excepción del secuestro y desaparición de María Claudia García de Gelman, «yo participé en todos los hechos de Argentina». Todo significa los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, de Rosario Barredo y William Whitelaw, las desapariciones de Manuel Liberoff, Gerardo Gatti, León Duarte y de todos los prisioneros de Orletti trasladados a Uruguay en el segundo vuelo.
De modo que, a diferencia de lo que dicen ante los jueces, frente a sus generales los terroristas de Estado admiten tener frondosa memoria. Sin embargo, en casi cuatro décadas transcurridas desde la redemocratización, los sucesivos gobiernos han sido incapaces de rescatar la verdad. Parecería que todos, blancos, negros, zambos, indios y mestizos, hicieron suya la bienvenida coartada que puso a rodar el ministro Eleuterio Fernández Huidobro: «¿Qué quieren? ¿Que los torturemos para que hablen?».
¡Qué argumento más simple y efectivo para mantener la impunidad y para eludir la responsabilidad de aplicar otros recursos que dobleguen la omertà! El presidente Julio María Sanguinetti prefirió archivar todos los expedientes judiciales, incluso aquellos expresamente excluidos de la ley de caducidad, en su primera presidencia; y luego, en su segunda, amparar a quienes habían robado niños; el presidente Luis Alberto Lacalle prefirió dedicarse a blanquear las Fuerzas Armadas y barrer debajo de la alfombra el asesinato del agente chileno Eugenio Berríos; el presidente Tabaré Vázquez le dio órdenes expresas al comandante Ángel Bertolotti de que no buscara nombres responsables de las desapariciones, solo la ubicación de las tumbas clandestinas; el presidente Jorge Batlle instaló la Comisión para la Paz, en el entendido de que se respetaría la reserva en los testimonios (por otro lado, muchos falsos), mientras encubría al policía Ricardo Medina en el asesinato de María Claudia, y el presidente José Mujica decretó la reapertura de los expedientes archivados, pero no movió un dedo cuando su ministro de Defensa negaba la información a los jueces y, como señal inequívoca, fue hasta el cuartel para abrazar solidariamente al general Miguel Dalmao, procesado por el asesinato de la militante Nibia Sabalsagaray.
A ninguno se le ocurrió, como comandantes supremos de las Fuerzas Armadas, dar la orden de entregar la información y, en todo caso, sancionar y pasar a retiro a los mandos que la incumplieran; retirarles los privilegios de cárceles VIP y prisiones domiciliarias, cobro de jubilaciones e impulsar la formación de tribunales militares por los delitos de lesa humanidad; incautar los archivos militares donde hay prolijos recuentos de todas las barbaridades, por señalar algunos recursos.
Como explicación de tal contubernio con el terrorismo de Estado, se habla del temor a un golpe de Estado y, en algunos casos, de complicidades más profundas. La salud de la impunidad no descansa solamente en el silencio de los ejecutores.