SOBRE EL MUNDO NUEVO, DE GABRIELA SCHROEDER BARREDO E IGNACIO AMPUDIA
Cada pieza del rompecabezas
Mateo Magnone Hugo
30 septiembre, 2021
Tal vez haya que pedir a las novelas que llenen vacíos históricos generados por omisiones de la academia. El mundo nuevo intenta hacer ese trabajo desde la necesidad de una adulta que una vez fue niña y sintió que su mundo giraba a una velocidad frenética
Podría decirse que todas las vidas están llenas de situaciones límites. No hace falta ahondar mucho en esa máxima, pero hay límites y límites, y más allá de creencias personales o colectivas sobre lo que sucede después de la muerte, es claro que morir constituye el límite más absoluto y determinante. Pero incluso dentro de la idea de final biológico de una persona, hay embrollos entre los que el sentido de lo limitante se pinta de tonos diversos. La novela El mundo nuevo narra incontables muertes producto de enfrentamientos políticos, de asesinatos a sangre fría, de enfermedades graves, de suicidios y de algunos otros factores. Nada es más doloroso que la muerte de un hijo. Eso sucede en la novela. Nada es más doloroso que saber que un hijo va a morir y tomar la decisión de suicidarse, porque la sola idea de verlo morir, estando vivo, anula cualquier movimiento y cualquier pensamiento proactivo. Eso sucede en la novela. Nada es más doloroso que, siendo una madre de tres hijos, tener que decirle unas palabras de despedida a la mayor, la más consciente, de tan solo 4 años, porque sabés que te vas a morir en pocas horas. Eso también sucede en la novela. Leerla duele y genera una impotencia mayúscula –a sabiendas de que estas situaciones se repitieron por decenas bajo los terrorismos de Estado latinoamericanos–, acrecentada por la herramienta emocional que, en los hechos, supone una novela histórica.
Sería interesante que hubiera más novelas históricas sobre los tiempos de terrorismo de Estado, entre otras razones, porque el elemento artístico genera un acercamiento de los lectores a momentos del pasado que la escritura académica suele condicionar. Es un ejercicio difícil, más aún cuando supone la dramatización de diálogos entre militantes o entre militantes y represores. Para no caer en lugares comunes o sumamente intrincados, se requiere una profunda investigación histórica que implique, por supuesto, bibliografía, pero también entrevistas signadas por una buena escucha de los entrevistadores, en las que los silencios y las inflexiones tengan tanta importancia como los datos. En ese sentido, para elaborar este libro, Gabriela Schroeder e Ignacio Ampudia hicieron un trabajo fino y tomaron una acertada decisión a la hora de presentar los personajes que van recorriendo el ajetreado período 1968-1976: la mayoría tiene nombres ficticios –incluso la niña Gabriela, que se llama Isabel–, algo que infiere a la comprensión de que las historias narradas en esas páginas le podrían haber pasado a cualquiera. A su vez, algunos sí mantienen los nombres: los políticos mencionados de aquí y allá, sin importar cercanía o lejanía con los sucesos más terrenales y humanos que se narran, algo que ayuda a mantener el encuadre histórico de la lectura.
Gabriela Schroeder Barredo se vino a vivir a Uruguay hace cinco años, luego de estar 25 en Chile. Es hija de Rosario Barredo (Julia) y Gabriel (Alejandro). Entre tantas otras, la atraviesan dos de las fechas más resonantes en la cronología de la historia reciente: el 14 de abril de 1972 mataron a su padre y el 20 de mayo de 1976 mataron a su madre. Este día también mataron al compañero de su madre, William Whitelaw (Miguel), el padre de sus dos hermanos y a quien ella adoraba como si fuera su hija. A 40 años de los asesinatos de su madre, Willy, el Toba Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini (o «la parejita» y «los predicadores», según la voz de sus verdugos en la novela), Gabriela, a pocos meses de instalada en Uruguay, dio una extensa entrevista en Brecha,1 en la que contó que había comenzado un camino con destino incierto, un camino de escritura sobre la historia de su familia. «Conectarme nuevamente con mi país, esta vez junto a mis hijos, y retomar vínculos –muchos de los que mantuve e incluso profundicé en la distancia– hizo que resurgiera en mí la inquietud de hacer algo con esos recuerdos, con mi memoria, que es la de tantas», sintetiza Gabriela en la introducción de la novela.
Nació en el Hospital Militar con su madre detenida, diez días después del asesinato de su padre. Cuando su madre murió, la niña tenía 4 años. Sin embargo, Gabriela dice que tiene memoria de elefante, que recuerda con mucha nitidez caras y situaciones que vio y vivió a los 3 años, y vaya si vio caras y enfrentó situaciones inolvidables en esos días. Sintió la necesidad de ponerles palabras a las cosas, pero había que empezar a buscarlas. Se acercó al historiador madrileño Ignacio Ampudia; en dupla, emprendieron la tarea de recorrer el «aire común», la atmósfera que se instaló en Uruguay, Argentina y Chile por aquellos años, con foco en las tres capitales.
El mundo nuevo es la historia de una niña que, así como nace bajo determinadas características, pasa sus primeros días entre la casa de sus abuelos paternos y la celda que su madre comparte con compañeras, que pasan a ser sus tías. La niña Isabel (Gabriela) fue cumpliendo años y encariñándose con rostros, espacios y formas. Montevideo, Santiago y, finalmente, Buenos Aires. El contexto social hierve en cada territorio y todo decanta en golpes de Estado que, en definitiva, no son otra cosa que la institucionalización completa de un entramado sostenido: los hilos de vida de las democracias caen como fichas de dominó, y en ese mar navega una madre con su hija. En la capital argentina, Rosario Barredo conoce a William Whitelaw. Primero son solo compañeros de militancia, pero se encariñan, se enamoran y tienen dos hijos. La niña sigue siendo niña, pero, de golpe, también es una hermana mayor. Ante una nueva mudanza, esboza sus primeras incomodidades: «Una vez más debía adaptarse a una existencia en grupo. Pasó ahí su tercer cumpleaños, y, en esta ocasión, sin abuelos». Una niña experimentada, pero de 3 años. Tras el 20 de mayo de 1976, fue una niña experimentada de 4 años con dos hermanos que la miraban cual si fuera una heroína. En octubre de 2020, Gabriela Schroeder presentó la denuncia por el secuestro de sus hermanos y el suyo, entendiendo que debía sumarse a la causa sobre la muerte de su madre y Whitelaw. «La idea de presentarla de esa forma es porque nunca se había hecho así y queríamos visibilizar el tema de los niños, que no ha sido abordado realmente, pero sabiendo que es imposible investigar ese hecho sin investigar lo otro», comentaba a Brecha, en mayo de este año.2
El mundo nuevo es, también, la historia de un abuelo. Gabriela dice que sin Juan Pablo Schroeder (Rodolfo) «no sería posible contar esta historia». El texto corrobora esa importancia. El abuelo representa a un montón de profesionales que, desde el Derecho, pusieron su energía y conocimiento en la defensa de jóvenes militantes, cuestionando algunos de sus métodos, pero comprendiendo la urgencia que tenían de actuar ante un mundo injusto, aun cuando dos de sus hijos hubieran muerto en ese recorrido. La preocupación por el bienestar de los nietos, que habían estado a punto de terminar separados y creciendo en contextos familiares ajenos determinados por los militares, fue lo más fuerte. La novela de Gabriela e Ignacio es también una gran historia de amor.
La novela histórica, la militancia y el amor son una muy buena combinación. A veces se entrecruza la maternidad, que es un factor incómodo para quienes vivieron aquellos tiempos, algo que la izquierda no pasó del todo por el tamiz de su historia oficial. «A veces me sorprende lo que ustedes se parecen a los que queremos derrotar», le increpa Julia a un compañero de militancia cuando se siente interpelada por su embarazo. Es que la novela expone la heterogeneidad de miradas sobre lo cotidiano bajo un paraguas militante aparentemente homogéneo. Y esa es una de las noblezas del sentir colectivo: la posibilidad del conflicto como motor. Así como le dice Brenda a Julia en la novela: «Acá todas nos estamos haciendo cargo de las decisiones de todas […]. Si vivís con gente, no existe eso de las consecuencias privadas. Todas conocemos tu historia, sabemos quién sos. Todas estuvimos en la lona, pero nos levantamos; eso sí, ayudándonos y pidiendo ayuda».