Las dos hermanas que repudiaron a su padre represor

CON ANA LAURA E IRMA GUTIÉRREZ, HIJAS DE UN REPRESOR DE LA DICTADURA

Espirales de violencia

Daniel Gatti
23 marzo, 2022

No fue fácil para las hijas del exmilitar Armando Gutiérrez Bentancourt reconocerse como parte de un entorno signado por la violencia y el silencio. Luego de un tortuoso camino de «sanación de la conciencia», tal como lo describen, buscan evitar que las nuevas generaciones repitan la historia. Hoy son referentes en Uruguay del colectivo latinoamericano Historias Desobedientes, desde donde repudian públicamente la trayectoria oscura de su padre, un represor que estuvo en el Infierno Grande y se llevó demasiados secretos a la tumba.

 

Irma y Ana Laura, hijas del sargento Armando Gutiérrez Bentancourt 

El sargento Armando Gutiérrez Bentancourt murió en 2019. Estaba retirado desde hacía más de 15 años. Desde que ingresó al Ejército, en 1972, con apenas 18 años, y hasta su retiro, sirvió en el Servicio de Material y Armamento (SMA), una dependencia del ex-Batallón de Infantería N.º 13, al que los presos que pasaron por allí llamaron Infierno Grande y que en la jerga militar era conocido como 300 Carlos. Uno de los peores centros clandestinos de detención de la dictadura, en el que, entre 1975 y 1977, alrededor de 500 personas fueron secuestradas y torturadas.

En el vasto espacio del ex-Batallón 13 fueron encontrados los cuerpos de dos desaparecidos, Eduardo Bleier y Fernando Miranda, y se presume que habría otros, aún no hallados. Gutiérrez llegó a sugerirlo ante sus dos hijas, Irma y Ana Laura, hoy de 37 y 36 años, cuando ambas eran chicas. Irma lo recuerda bien, a pesar de que no tenía más de 6 años. «Era un día de fiesta, porque había niños, seguramente Reyes. Un día luminoso, con mucho sol y cielo superceleste», contó a Brecha. «Me acuerdo de que estábamos en la plaza donde se levanta la granada, el símbolo del SMA, y papá, en cierto momento, le dijo a un amigo, otro militar con el que estaba conversando: “Por ahí están los huesitos”. Y señaló alrededor de la granada. Creo que no nos lo decía a nosotros, pero me estaba mirando a mí. Me quedó supergrabada esa frase, aunque por mucho tiempo no me despertó nada. Hasta que fuimos atando cabos y haciendo un proceso doloroso que nos llevó a lo de hoy.»

El martes 22, integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense y del Grupo de Investigación en Antropología Forense de la Institución Nacional de Derechos Humanos comenzaron a explorar con georradar las áreas del SMA y del ex-Batallón 13. En algunas ya hubo excavaciones en busca de cuerpos de desaparecidos. En otras no.

SARGENTOS Y CABOS

Los cabos de la posible participación de Armando Gutiérrez Bentancourt en torturas, desapariciones o enterramientos los empezó a atar Ana Laura. A Irma le costó más. «Durante un tiempo nos paramos en lugares distintos y la vida nos llevó por diferentes caminos, pero desde hace ya un tiempo estamos en la misma», dice Ana Laura. «La misma» es, entre otras cosas, la incorporación de ambas a Historias Desobedientes, un colectivo integrado por familiares de represores que han repudiado a sus parientes uniformados. Brecha le ha dado amplia cobertura al surgimiento y desarrollo de este grupo, creado en Buenos Aires en 2017 y extendido luego a Chile, Paraguay, Brasil (véanse Brecha, «Las otras víctimas», 19-V-17, «Historias desobedientes», 9-VI-17, «Todos dañados», 6-VIII-21, entre otras). Las hermanas Gutiérrez han dado el puntapié inicial de la filial nacional. Por ahora están solas. Otro uruguayo, residente en Brasil, hijo de un torturador, divulgó una carta pública el 27 de junio pasado (véase Brecha, «Una historia que ya no se aguanta», 2-VII-21), pero todavía no desea difundir públicamente su nombre. «Lo importante es hacer un proceso de sanación de la conciencia, ver a quiénes afectaron tus parientes represores, por acción, por silencio, por omisión. Y que eso te lleve a cosas concretas. Puede haber mil maneras de hacerlo que no signifiquen necesariamente darse a conocer con pelos y señales o romper por completo con la familia, algo que para algunos se hace insoportable» y los termina disuadiendo, dice Ana Laura.

EN CASA

Las hermanas Gutiérrez coinciden en que ellas no tenían «tanto que perder» en atravesar el Rubicón y hacer público su repudio al padre represor. «Yo pasé mi infancia y mi adolescencia entre la violencia y la soledad», cuenta Irma. Margot Ubal, su madre, la molía literalmente a palos, mientras Armando se hacía el distraído y no intervenía. «Nunca supe por qué mi mamá me odiaba tanto. Ella misma cargaba con una tradición de violencia en casa. Se odiaba con su madre y su padre era policía.»

Cuando tenía 8 años, a Irma la violó un vecino que vivía dos casas de por medio y al que las hermanas Gutiérrez llamaban «el abuelo». La niña se lo contó a su madre, pero la reacción de Margot fue obligarla a pedirle perdón al violador. «Y al regresar a casa me curtió a palos», recuerda hoy Irma. «Creo que papá supo todo, pero calló. Nunca quebró una lanza en favor de nosotras. Capaz que pensó que era mentira, pero de todas maneras lo suyo era la omisión de asistencia en todos los planos. Más que la violencia física.»

Cuando Irma tenía 12 años y sus padres ya estaban separados, Margot la echó de la casa y ella se fue a vivir con el sargento. «Allí sufrí otra forma de violencia. Pasé literalmente hambre y me faltaba lo básico. Solo había comida para mí si le insistía varias veces. Papá nunca tenía dinero para ninguna de nosotras dos, sí para irse a tomar una con sus amigos, otros militares. Le gustaba mucho eso de confraternizar con los camaradas.» La hija mayor no pudo zafar de la «espiral de violencia» sino hasta hace muy poco tiempo. «Me casé con un militar, con el que tuve una hija, y repetí la historia: él me reventaba.» Un día su marido intentó matarla delante de la nena, que tenía 4 años. «Me salvé por ella, porque llamó al 911», dice.

—¿Con 4 años?

— Sí, yo la había instruido. Él me quiso ahorcar. Yo gritaba y gritaba, la puerta del apartamento estaba abierta y nadie intervino para hacer nada. En el edificio todos eran militares.

—¿Fue preso el hombre?

—¡¡¡Por favor!!! La justicia no existe para las mujeres. Y en aquel tiempo era peor. Cuando llegó la Policía, me dijeron a mí que abandonara la casa. No a él. Y me hicieron devolverle la extensión de la tarjeta de débito. Mi dependencia económica era total.

De aquel episodio, precisa Irma, se cumplen ahora ocho años y tres meses. «Tres días antes había empezado con mi trabajo actual. Al tiempo me escondí. No tenía forma de proteger a mi hija de nada. La violencia de él era también con la nena, no física, pero sí psicológica. Y dejó marcas espantosas. Todavía estamos luchando con eso. Sigo medio escondida, pero tengo muchos más medios para defenderme. Estoy mejor preparada.»

El padre de la hija de Irma también venía de una historia familiar hiperviolenta. «Son patrones que se repiten de generación en generación si uno no los cuestiona», dice ella. «La falta de respeto de mis padres a mí me marcó. Tanto, que también marcó mi propia maternidad. Ahora estoy zafando.»

El hecho de que por mucho tiempo estuviera vinculada a militares de distintas camadas, a Irma le sirvió para darse cuenta de que el ambiente en el Ejército no ha cambiado sustancialmente. «Sé lo que piensan los oficiales jóvenes. Y no es muy distinto a lo que pensaban sus mayores. Siguen teniendo la misma formación cruel, de maltrato entre pares, de maltrato entre superiores y subalternos. Y trasladan esa violencia a sus familiares. Por lo que pude ver y enterarme, escuchan, leen y hacen lo mismo que los oficiales de la época anterior a la dictadura. Es un problema gravísimo.» Los gobiernos frenteamplistas pasaron por allí sin haber transformado radicalmente la formación de los cuadros militares, afirma Irma. De hecho, el padre de su hija se decía frenteamplista. «No sé bien qué significaba eso para él. Nunca supe qué pensaba en realidad.»

ALGO PESADO

Ana Laura no padeció en su cuerpo la misma violencia que su hermana. La madre no le pegaba, o menos. Y con su padre mantenía una relación que ella reconoce como de «afinidad», aunque llegado cierto momento pasaran el tiempo discutiendo y enfrentándose por temas políticos. «Creo que me ayudó haberme ido temprano de casa. Y seguramente los estudios, y haberme relacionado con gente muy distinta.» A los 15, se puso a trabajar. Primero en empleos informales. Luego también hizo cursos, estudió en el liceo IBO, y a los 18 consiguió su primer trabajo formal. Poco después, la madre también la echó a ella de la casa. «Me tiró todo para afuera», dice. Pero, a diferencia de su hermana, se fue a vivir con su pareja, por completo ajeno a la familia militar. «Fui militante estudiantil, luego sindical, y así fue que comencé a enterarme de lo que había pasado durante la dictadura, a saber que había habido torturas, desapariciones, a enterarme de lo que era el 300 Carlos, ese lugar al que iba de chica, y cosas así. Ya tenía casi 30 años.»

Pero, para su padre, Ana Laura siempre «estaba allí». Armando Gutiérrez se había retirado con menos de 50 años. A los 27 le diagnosticaron párkinson, algo raro para una persona tan joven. Cuando la enfermedad fue avanzando, quien se encargó de él fue su hija menor. «Él sabía que levantaba el teléfono y yo respondía», dice hoy Ana Laura. «Siempre le di una mano, a pesar de las cosas de las que me fui enterando y las que fui deduciendo. No me quería quedar con eso de que como hija no actué bien, y siempre le dije que su castigo más grande era que la persona que lo ayudaba fuera alguien que estaba en sus antípodas ideológicas: yo.»

A medida que fue sabiendo, Ana Laura fue cuestionando a su padre, haciéndole preguntas que a Armando le incomodaban más y más. La mayoría no las contestaba. Una vez le dijo que para él estaba bien haber matado a comunistas y tupamaros, que había que haber matado más. «Papá, ¿y si yo hubiera sido una de ellos? Bien podría haberlo sido», le lanzó un día. «Papá, ¿y si yo hubiera sido una desaparecida, pensarías también que está bien desaparecer a la gente o no decir nada de lo que les pasó?» El sargento callaba.

Cierta vez, su padre le dijo algo que la dejó tambaleando: «Vos no estarías viva si no hubiera sido por mí». «Se me cayó la estantería. Cuatro o cinco meses después hice un rastreo para saber si yo podía ser hija de desaparecidos. Tenía elementos para sospechar: no había fotos nuestras de infancia, nuestra familia materna nos repudiaba sin saber nosotras por qué, las golpizas de nuestra madre.» Pero la búsqueda no dio resultado y las épocas de secuestros y desapariciones no coincidían para nada con las fechas de nacimiento de las hermanas Gutiérrez Ubal. «Un día de 2018, junté fuerzas para hacerle una pregunta que me taladraba. Quería saber si él había estado en el SMA en las épocas más duras, para no acusarlo injustamente. Por lo general, yo no podía terminar las conversaciones con él. Acababa sacada, caliente. A él le costaba mucho hablar por el párkinson y cuando llegábamos a temas complicados se ponía muy nervioso. Pero esa vez hice catarsis mientras iba al residencial en que él vivía y se lo pregunté. Me dijo que había entrado en el 72 y que había estado allí durante todo su servicio. Eso me sacó las dudas. No logré conocer cosas concretas, pero alguien que estuvo en la época en que él estuvo no podía ser ajeno a lo que pasaba. Mucho menos cuando los tipos como él, los subalternos, eran los que hacían el trabajo sucio, los que cumplían las peores órdenes. En el mejor de los casos, solo fueron testigos, pero eso tampoco los exime. Pudieron y pueden decir lo que saben. Además, su convicción de que lo que habían hecho era lo correcto me reafirmaba que estaba involucrado.»

En 2010, dos años antes de morir, la madre le dijo a Ana Laura que tenía algo pesado que contarle sobre el padre. «Me dijo que lo haría cuando me tuviera más confianza, porque pensaba que yo era una alcahueta de papá. Murió sin hacerlo.» Armando y Margot peleaban mucho, pero en política coincidían. Ella era pachequista dura. Las únicas cosas que llegó a decir el sargento fueron en su último mes de vida, cuando ya estaba muy mal. Deliraba y gritaba que lo estaban persiguiendo, que lo querían torturar y matar. «Eso nos puso a nosotras en la cuenta de que algo había», cuenta Ana Laura. Y agrega: «Yo le lanzaba a papá en esos momentos que estaba pagando lo que había hecho en vida. “Te lo recontramerecés”, le decía».

EL FEMINISMO, LAS HIJAS

A Irma lo que la «salvó» fue «entrar en colectivos, en un grupo de mujeres víctimas de violencia sexual», interesarse por el feminismo y estudiarlo. «Fue el feminismo lo que me llevó a esto», dice. «Fui enganchando y cuestionando las violencias, y conociendo en especial la violencia sexual que sufrieron las mujeres en la dictadura. Me relacioné con ex-presas que habían estado en el campo de La Tablada, vi lo que les costaba hablar, leí cómo en las guerras somos territorio de conquista. Fue como un espiral, y lo de mi padre fue decantando.»

El año y medio siguiente a la presentación de la denuncia contra el padre de su hija, Irma lo pasó particularmente mal. «Estaba como disociada, ese estado en el que estás pero no estás, en que sos funcional, pero tu mente no está ahí. Y en ese período mi hija sufrió agresiones psicológicas de su padre. Ahora me cuestiono absolutamente todo, incluso lo que hago con mi maternidad. Muchas cosas de las que viví las pude cortar, pero otras no tanto y no quiero que mi hija pase por nada de todo aquello.»

La hija de Irma fue, de las tres nietas de Armando (Ana Laura tiene dos hijas), la que más relación mantuvo con el abuelo, dice ella. «Pero un día papá llegó a mi casa violento y empezó a gritar. Después de lo que yo había vivido con mi madre y con el padre de mi nena, mi casa era un lugar en el que la violencia estaba prohibida. Y desde ese día mi hija le hizo la cruz a su tata. Hoy sabe lo que su tata hizo, y eso redobla su enojo.»

Hace unas semanas, las dos hermanas Gutiérrez Bentancourt, la hija de Irma y la mayor de Ana Laura fueron a La Tablada. «Las nenas se enteraron de los delitos sexuales cometidos contra mujeres en ese lugar», cuenta Irma. Y cree que «cuando tienen un nivel de conciencia suficiente como para entender, es importantísimo que los hijos sepan estas cosas», aunque ella misma admite que no sabe todavía hasta dónde quiere llegar en el conocimiento de lo que su padre hizo.

Irma trabaja ahora con mujeres víctimas de violencia sexual. Su hija, dice, «tiene clarísimo eso del “no es no”, qué es abuso, qué es violación, el tema del consentimiento. Y relaciona aquellas violencias, las de la dictadura, con las que el abuelo o su propio padre llevaban a casa». La hija mayor de Ana Laura, hoy de 10 años, también tenía una relación «fuerte» con su abuelo. «Le tocó vivir muy cerca de La Tablada y se enteró de todo lo que pasó ahí, conoce a ex-presos, algunos de ellos con discapacidades por la tortura. Le puso cara a esa gente y quiere saber más de aquellos tiempos. Pero, al mismo tiempo, no le pareció bien que nosotras habláramos “mal” del abuelo, sintió que lo estábamos traicionando. Lo cuidó mucho cuando él estaba en su etapa más dependiente, le daba de comer, y siente esas contradicciones…»

***

Hoy jueves, las hermanas Gutiérrez estarán en Buenos Aires, en la marcha por el 46 aniversario de la dictadura argentina. Estarán junto a los «desobedientes» locales, paraguayos y chilenos, y al día siguiente participarán en una asamblea internacional del colectivo. «Las dos pasamos por terapias, en distintos momentos. A mí –dice Ana Laura– la terapeuta me incitó a saber cuál era mi camino, no necesariamente a “hablar”. Lo que me convenció de hablar fue el ingreso al colectivo, ver que hay otra gente (hijos, sobrinos, nietos de represores) que está parada en lo mismo que una. Y darse cuenta de que la única forma en que esto se conozca es hablarlo.» Dice también que ellas se sienten en parte responsables del estado actual de las cosas, porque «no consiguieron sacarle nada» a su padre.

—¿Y cómo podrían haberlo hecho, si la omertà es parte del identikit de esta gente?

—Sí, claro, pero igual es terrible. Podemos reparar de cierta forma, haciendo esto que estamos haciendo, aunque te quedás con ese gusto.

A Irma eso de que la historia no se repite sino como farsa no la convence mucho. «Se repite, se repite», dice. Y remata: «Cuanto menos se diga, cuanto menos se cuente, menos se sabrá cómo detenerlos si reaparecen, ellos o los que los defienden. Porque acá hubo todo un aparato de Estado que los cubrió y que está bastante intocado».

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