Historiadora analiza el camino de la derecha uruguaya

CON LA HISTORIADORA MAGDALENA BROQUETAS

 

 

“Tenemos que ver más de cerca a las derechas”

Daniel Gatti
1 julio, 2022

«Se ha mirado sobre todo a la radicalización de sectores de la izquierda, al contexto y a las influencias exteriores, pero no a las derechas locales. ¿De dónde viene Cabildo Abierto?», introduce la historiadora uruguaya, para luego insistir en la necesidad de profundizar en un campo académico poco transitado, a diferencia de lo que ha sucedido en los países vecinos. Eso incluye a las «nuevas derechas» actuales, ámbitos en los que muchos jóvenes se están politizando, «en los que domina un lenguaje hiperagresivo, denigrante, violento, que deja atónita incluso a buena parte de las derechas más clásicas».

Magdalena Broquetas.

Magdalena Broquetas viene estudiando desde hace por lo menos una década las derechas en Uruguay. No es la única que lo hace, ni mucho menos, pero en el medio universitario no es un campo particularmente laborado. Abundan los trabajos sobre la izquierda, fundamentalmente después de la dictadura, o sobre la violencia política, incluida la estatal, pero «en la historiografía y en las ciencias sociales tenemos bastante retraso respecto a los países vecinos, sobre todo Argentina, en cuanto a examinar las derechas», dice Broquetas a Brecha. Es una deuda curiosa esa, «porque en Uruguay ha habido muchos gobiernos que bien se pueden calificar de derechistas, y la evolución, reciente y no tan reciente, del país no se puede entender sin analizar esa línea de acción y pensamiento. Sin embargo, se ha preferido hablar de “sectores conservadores”, de “pensamiento conservador”, quizás porque sea menos atractivo, menos agradable hablar de derechas. No sé. Lo cierto es que eso ha sucedido y que, sin ir más lejos, nos faltan explicaciones claras, por ejemplo, de cómo se ingresó en el ciclo de violencia política y social de los años sesenta. Se ha mirado sobre todo a la radicalización de sectores de la izquierda, al contexto y a las influencias exteriores, pero no a las derechas locales. Preguntémonos: ¿De dónde viene Cabildo Abierto [CA]?».

Broquetas pone especial énfasis en hablar en plural. «Las derechas, no la derecha», insiste. «Cuando la literatura politológica, antropológica, sociológica ha intentado unificarlas, después introduce tantas excepciones que una sale convencida de que son varias. A menudo las derechas no se soportan entre sí, otras compiten, otras se complementan. Y a veces coinciden. Cuanto más fuerte es la percepción de amenaza común, más fuerte es su unión. En Uruguay, el golpe del 73 fue un momento en que coincidieron. Acordaron en que había que eliminar a la izquierda social y política y al sector mayoritario del Partido Nacional. Y pasó ahora para enfrentar al Frente Amplio.»

En La trama autoritaria, un libro de 2014, Broquetas hizo lo que presentó como «una cartografía de las derechas» vernáculas (políticas, sociales, militares, incluso mediáticas) en el período 1958-1966. Antes y después publicó, a veces en coautoría, una multitud de papers sobre el tema y aledaños. Ahora, Ediciones de la Banda Oriental acaba de editar el primero de tres tomos de una monumental Historia de los conservadores y las derechas en Uruguay, obra colectiva que Broquetas coordinó junto con Gerardo Caetano. Esta primera entrega abarca hasta la Segunda Guerra Mundial. Las otras dos aparecerán en el correr de este año. «Llegaremos hasta la actualidad, CA incluido. Es un tema ineludible este del estudio de las derechas: entre otras cosas, para desentrañar la génesis de la dictadura y también sus permanencias», piensa Broquetas.

—En una charla reciente1 mencionabas esa falta de profundidad en los estudios sobre las derechas y lo vinculabas con el poco conocimiento que hay de muchos aspectos de la dictadura.

—Estamos todo el tiempo escuchando eso de que el pasado debería estar cerrado, y a casi 50 años del golpe de Estado vemos que en realidad es un pasado que no pasa, que tiene mucho de abierto, de mal cerrado, de mal procesado.

Nos queda, sin duda, mucho por saber de aquellos años. Historiográficamente no tenemos una explicación satisfactoria de por qué el golpe. Tenemos los titulares, contamos con producción monográfica, sabemos que fue multicausal, pero nos falta un buen relato. La dictadura civil-militar2 intentó crear institucionalidad, pero nadie ha estudiado seriamente el andamiaje jurídico detrás de los intentos de estabilizarla. Tampoco hemos estudiado a la llamada mayoría silenciosa. En el medio del eje colaboracionismo/resistencia hay un montón de grises, de gente que sostuvo el régimen. No todo era CIA, no todo era Estados Unidos. Sin elites locales la dictadura no se aguantaba.

Hubo también un sindicalismo amarillo, que evidentemente no fue masivo, pero sí más real que lo que nos parecía. Por otro lado,  se intentó, desde el Estado, crear consenso, se desplegó un aparato propagandístico y educativo muy intenso: nos falta observarlo con más precisión. También tenemos que ahondar en el papel de los elencos civiles, en la derecha mediática y empresarial, en el funcionamiento de colorados y blancos en ese período…

—Decías que había que preguntarse de dónde viene CA.

—Los historiadores no podemos dejar de tener una mirada respecto a legado, orígenes, líneas de larga duración. CA tiene mucho que ver, por un lado, con cómo se transitó de la dictadura a la democracia en los ochenta y los noventa, y, por otro, se nutre de tradiciones más antiguas. Es parte de una especie de sensibilidad reactiva a gobiernos de centroizquierda, que no hicieron temblar las raíces de ningún árbol, pero en los que se avanzó –en varios casos más durante ellos que por ellos– en cuestiones relacionadas con el orden social, como la agenda de derechos, la liberalización de las drogas, el castigo a los culpables de delitos de lesa humanidad. El Movimiento Social Artiguista, antecedente de CA, aparece en reacción a la judicialización de los casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.

En términos ideológicos pienso que CA es un exponente de una familia que en Uruguay se ha reconocido como poco presente, algo que no es correcto. Me refiero al nacionalismo, y no hablo del nacionalismo partidario. En Uruguay hay un nacionalismo de derecha, conservador, autoritario, en todo el siglo XX, al igual que hay presencia castrense. Es una tendencia minoritaria pero fuerte, que tiene como actores centrales a todo un entramado de asociaciones, de organizaciones de la sociedad civil.

En este plano yo divido el siglo XX uruguayo en dos: un período en el que las derechas no están tan preocupadas en captar sectores populares y otro, en la segunda mitad del siglo, en que, tal vez más tardíamente que en el resto del mundo, sí lo están. En esta época es que surge el ruralismo, un movimiento que, increíblemente, ha sido poco estudiado, excluyendo un trabajo pionero maravilloso de Raúl Jacob.

—¿Qué características tenía el ruralismo que lo acercan a CA?

—Veamos. El ruralismo se empieza a armar a fines de los años treinta y desde arriba. Su artífice fue Domingo Bordaberry, padre de Juan María, un abogado riverista, terrateniente, empresario de los medios. Bordaberry se da cuenta de que la Federación Rural, de la que era directivo, no estaba escuchando a los pequeños y medianos productores y convoca a un periodista de escasa trayectoria hasta ese momento, Benito Nardone, que despliega una gran habilidad comunicacional para llegar a esos sectores. Impostando la voz (era un hombre de ciudad, no de campo), Nardone monta un personaje, Chicotazo, que se convierte en todo un fenómeno social y político. El ruralismo se centró en atraer a esos pobladores del campo que tenían un montón de carencias, vivían aislados y no se sentían representados por la Federación Rural. Involucra a las familias, crea y multiplica las asociaciones y organiza cabildos abiertos, sesiones maratónicas con gran concurrencia, en las que la gente hablaba durante horas sobre asuntos de la comunidad. Con la muerte de Bordaberry, en el 52, Nardone monopoliza este movimiento, que supo captar también a connotados intelectuales provenientes del tercerismo, como Alberto Methol Ferré, Carlos Real de Azúa, Washington Reyes Abadie, José Claudio Williman, encantados con la propuesta de repensar el Uruguay desde una mirada ajena a la cosmopolita, urbana, laica y europeizante del batllismo. El acercamiento de Nardone al herrerismo y a la derecha colorada hace que algunos de estos intelectuales se alejen y que el movimiento vaya perdiendo peso, para prácticamente desaparecer tras la muerte de Chicotazo, en el 64. Pero hay allí, sin duda, uno de los antecedentes de CA.

—El componente militar separa a CA del ruralismo.

—Sí, claramente. Y también la espesura intelectual que tuvo en cierto momento el ruralismo. Pero hay otros elementos que los acercan. Ambos son muy conservadores, manejan una retórica de la sospecha ante los partidos políticos. El verdadero Uruguay, dicen los dos, es el Uruguay rural, de donde sale la riqueza que la ciudad succiona y los políticos expolian con impuestos, y de donde salen las tradiciones rurales, el nativismo, el gaucho, ese constructo.

Esa retórica también es la que maneja la JUP [Juventud Uruguaya de Pie]. En la memoria dominante de las izquierdas, la JUP es una banda de matones. Lo era, claro, pero fue bastante más: fue una respuesta al movimiento estudiantil de la FEUU [Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay], al canto de protesta, a la nueva cultura juvenil, al ascenso de la izquierda, a la mirada rural guerrillera. En los sesenta hay un rebrote impresionante de la extrema derecha, encarnada en grupos pequeños pero muy activos, que sacaban periódicos, hacían acciones callejeras de extrema violencia, tenían lazos con servicios de seguridad, conexiones latinoamericanas, apelaban a las Fuerzas Armadas, denunciaban la corrupción de los partidos, el «caos moral». Y en una matriz muy laica como la uruguaya aparece muy fuerte también una reivindicación católica que remite al hispanismo como origen de la patria. Durante un tiempo, el vocero de la JUP era La Mañana, el diario creado por Pedro Manini Ríos, abuelo de Hugo Manini Ríos, fundador de la JUP, director actual del semanario La Mañana y hermano de Guido, el líder de CA.

Pero CA es muy complejo, tiene muchas facetas. Hay que analizarlo con caleidoscopio. Intentemos ver su discurso, quiénes son sus artífices, cuáles son sus bases, qué dice, qué hace, qué hay detrás. ¿Es neonazi? No, pero tiene neonazis. ¿Está «contra los partidos»? Sí, pero se nutre de ellos.

En algunos puntos puede tocarse también con el herrerismo, pero en muchos otros se diferencia grandemente. Yo no acercaría en absoluto a CA al herrerismo. Herrerismo y CA coinciden en lo cultural, en cierta visión punitivista, en la apelación a las tradiciones rurales, pero también se separan por el peso de los militares en CA. El herrerismo es, además, netamente neoliberal, muy receloso del Estado como redistribuidor, y en CA eso está más desdibujado, tiene una idea más asistencialista, defiende un estatismo paternalista.

Por otro lado, miro con preocupación todas esas expresiones nuevas.

—La nueva derecha…

—Hay todo un conjunto de gente que se mezcla allí. Están los que se llaman a sí mismos anarcocapitalistas libertarios, adoradores de Javier Milei, Agustín Laje o Nicolás Márquez en Argentina, del chileno Axel Kaiser. Son trumpistas, bolsonaristas. De ahí salen las denominaciones de castrochavismo, de comunopetismo, es gente que habla todavía del comunismo como enemigo principal, de zurdaje. Hacen una demonización tremenda de los feminismos, de las identidades sexuales disidentes, y crecen en la misma medida en que se propagan las ideologías del odio. Son derechas menos políticamente correctas, con poca filiación partidaria, casi puramente neoliberales, demandantes del cero Estado, tribales. Hace menos de diez años, Milei era un tipo más bien marginal que hablaba de economía, pero ahora tiene toda una maquinaria, es best seller, arrastra masas en la feria del libro y lo escuchan sectores sociales muy diversos, hasta en las villas. Hoy está conversando con la derecha más autoritaria, sobre todo de las provincias. Hay que ver cómo termina, pero es un fenómeno muy preocupante.

Creo que hay que mirar mejor también ese combo que se está armando en las redes de actores que no son partidarios. Muchos jóvenes se están politizando en esos ámbitos, en los que domina un lenguaje hiperagresivo, denigrante, violento, que molesta y deja atónita incluso a buena parte de las derechas más clásicas.

—Hay un punto que une a la mayor parte de las derechas, nuevas o viejas: el de la necesidad de dar la «batalla cultural» contra una izquierda a la que ven como triunfante en ese terreno, por más que pueda sorprender que lo digan precisamente ahora.

—El tópico de la hegemonía cultural de la izquierda está uniendo hoy a derechas muy diversas. Es un nudo central del momento. Es curioso que afirmen la hegemonía cultural de la izquierda cuando vivimos en un mundo tremendamente desigual y cuando los valores del neoliberalismo han permeado hasta en la propia izquierda, que, en la medida en que no ve otro horizonte que gestionar el capitalismo, no está dando esa batalla. Ellas creen que las izquierdas han sido desplazadas de los gobiernos, pero siguen dominando las mentes. Les obsesiona Gramsci. En este punto, en este país, coinciden desde los seguidores de Milei hasta Graciela Bianchi, Mercedes Vigil y el Foro de Montevideo, Robert Silva, Sergio Puglia, el ministro Pablo da Silveira y, por supuesto, CA.

En Uruguay, aunque tal vez menos que en otros lados, han arraigado una serie de sentidos comunes muy firmes que no hemos logrado deconstruir totalmente hasta hoy y que son pilares del proyecto neoliberal en términos culturales. La cuestión de la meritocracia, por ejemplo. O la idea de libertad ligada a la visión neoliberal del individuo y del mercado, o la de la negación de la existencia de clases, del conflicto de clases. Son ideas que unen a todas estas derechas. Igual que la actitud ante el pasado reciente. Fijate que la batalla cultural la están dando también en el terreno de la restitución de símbolos y ceremonias, en la apropiación del lenguaje de los derechos humanos para la constitución de asociaciones de «víctimas». Todo esto de la Cárcel del Pueblo, por ejemplo, cómo lo han encarado desde el gobierno y desde todos los grupos que lo componen. Buena parte de las derechas coinciden en este plano, más allá de algunas diferencias, y es llamativo el predominio cada vez mayor de conceptos que son propios de la doctrina de la seguridad nacional en los discursos. Están dando una ofensiva muy fuerte allí. Y ojo el año que viene, cuando se cumplan los 50 años del golpe de Estado. Las cosas que escucharemos. Desde la sociedad civil habrá que ver qué se hace. Desde la academia, por lo menos, tenemos que aportar lo que hemos acumulado en los últimos 30 años. Tendremos que pasar por encima del blindaje mediático, pero algo tendremos que hacer.

  1. «Miradas académicas y políticas para un debate necesario», organizada el 28 de mayo por el Partido por la Victoria del Pueblo, con la participación de Aldo Marchesi, Constanza Moreira y Raúl Olivera, además de Broquetas.
  2. «Yo impugno el concepto de dictadura cívico-militar. Lo cívico es una autoimagen que viene de quienes dan el golpe y quieren significar su apego a la institucionalidad», dijo Broquetas a Brecha. Y aclaró que en la academia hay discrepancias en cuanto a la caracterización del régimen.

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