12 de septiembre de 2018
Otras miradas sobre Pablo
Por Mario Goloboff
Han pasado cuarenta y cinco años desde que, pocos días después del sangriento golpe militar de Pinochet contra Salvador Allende, falleció el poeta Pablo Neruda, a quien aquí se evoca con respetuosa y crítica alabanza. Poeta comprometido, poeta militante, poeta forzado a la lucha social por la realidad que lo entornaba y por sus propios ideales de justicia, Pablo Neruda asume (para sí y para su oficio) la responsabilidad de una función social muy específica. Pero ¿en qué plano se jugaba la célebre conjunción nerudiana entre arte y política? ¿Cuáles fueron (y son hasta hoy) los límites de uno y otro territorio, cuáles sus préstamos, cuáles sus deslizamientos?
Es evidente que la obra poética de Neruda no puede visualizarse como una línea recta en constante desarrollo y progresión. Ella contiene los altos y bajos de toda producción cuantitativa y cualitativamente gigantesca, y abarca tanto la poesía hermética e intelectual como la abierta, llana y sensitiva, la poesía amorosa o la social. Desde una primera gran poesía juvenil, atravesada por la tentativa whitmaniana de dibujar un vasto poema que contuviera el universo (especialmente en su más corpórea materialidad), los versos del chileno parten de una mirada solitaria y subjetiva, y pugnan a lo largo de los años por insertarse en la sociedad civil y política de su patria y del mundo. Este esfuerzo, que puede observarse en el Canto General, en las “Odas” y, es notorio, en Canción de gesta o en Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, tampoco se plantea de un modo pacífico y sin caídas. (Al respecto, parece un buen ejemplo Fin de mundo, uno de los libros que, en esta línea, surge como más problemático, crítico y autocrítico.) En todo caso, se trata de distintos aspectos de una misma intención: la que ha pedido de la poesía el cumplimiento de ciertos papeles que, tradicionalmente, han estado a cargo de otros discursos sociales.
No quiero afirmar ligeramente que se trate de una única tendencia nerudiana, puesto que coexisten, creo, recogimientos más sutiles, huidas emotivas, distancias de susceptibilidad y, en el plano del estricto trabajo lingüístico, preocupaciones agudas por la formalización de los textos. Quiero, en cambio, señalar que esa tendencia, tal vez por dominante, impresiona, y de algún modo prevalece en la consideración de la figura toda. Preferiría, por eso, detenerme un instante en la serie de “Odas”, y en especial en su primer libro, ya que ellas a mi parecer contienen las ideas fundamentales de lo que habría sido esa poética desde los tiempos de Caballo verde para la poesía, la revista que sacó en España poco antes de la Guerra Civil.
En este primer libro de odas, Odas elementales, de 1952 (la crítica considera que hay por lo menos otros tres: Nuevas odas elementales, de 1956, Tercer libro de odas, de 1957, y Navegaciones y regresos, de 1959), numerosos textos encaran directamente la cuestión: “El hombre invisible”, “Crítica”, “Hilo”, “Libro (I)”, “Libro (II)”, “Poesía”, “Poetas populares”, amén de alusiones dispersas en varios otros poemas. Una observación sobre el “Orden del libro” (así llama al habitual “Indice”) podrá ayudar a completar las reflexiones que vendrán después. El hecho de que el mismo esté, como se dice, ordenado, según una expresa continuidad alfabética, no parece desprovisto de significación. Al consagrar la paridad de niveles, al no establecer ninguna otra categorización, al decretar esa sincronía no pautada, sucesiva y, no obstante, estática, se nos sugiere que hay una sola elección, depositada en el alfabeto. Mejor dicho, una doble elección, ya que se confía en la palabra heredada como “ordenadora” del caos de los elementos, idea confirmada a lo largo del libro al no postularse la tarea del poeta como la de alguien que elabora la palabra sino como la de quien solo la transmite.
En el poema que encabeza el libro (y en algunos de los que he mencionado), Neruda monta un verdadero dispositivo teórico que consiste en menoscabar un tipo de trabajo poético, y en consagrar, tácita y expresamente, el opuesto. En esa contraposición, toda la poesía que haya tenido como centro de su problemática la individualidad creadora es objeto de burla y de condena. La soledad, el amor de la pareja cerrada al exterior, el sufrimiento espiritual, el miedo a la muerte personal, el dolor de uno, son minimizados frente al reclamo de la necesaria pluralización de la palabra poética, de su popularización. Esa tarea (que en Neruda fue ciertamente fruto de una reflexión personal y de un pasaje voluntario en la elección de temas y de técnicas) se postula ahora como un deber ineludible: la realidad económica, la realidad social y la política deben estar presentes en la obra, y esta debe hacerse cargo del sufrimiento humano, especialmente del de los oprimidos. El acontecimiento, la lucha cotidiana, el dolor y la esperanza de los otros, pasan a ocupar toda la escena. Para ello, el poeta debe estar atento al mundo exterior, descentrarse y, sobre todo, desplazarse, borrarse, ser “el único invisible”. En su canto, así, cantarán “todos los hombres”. Consecuentemente, los medios de expresión deberán también modificarse para que el lenguaje poético sea pertinente, apto a esta nueva figura del hablante lírico. La palabra y su textura, como el poeta mismo, se vuelven invisibles.
El poeta y su oficio, la escritura y su trabajo, prácticamente se desvanecen. El escritor ya no es alguien que elabora, produce, sino quien hace circular, transmite. Y, para lograrlo, debe hacer comprensible la palabra. Ella será entonces aprehendida: medio, herramienta en manos del vate, su servicio se difundirá, sin trastorno, entre sus destinatarios naturales, “los hombres sencillos”. “Más allá de la forma” se toca la sustancia, la de “los más sencillos”. Ellos son la verdadera vida, el modelo a imitar: “Eres tan transparente/ como el agua,/ y así soy yo,/ mi obligación es ésa/ ser transparente…”. Desde un punto de vista ideológico, o más precisamente político, dicha concepción presume que el destinatario de este tipo de mensaje es una materia simple por el hecho de ocupar los rangos inferiores de la escala en una sociedad dividida en clases. Parece ignorar la complejidad de los seres humanos, de todos los seres humanos, la existencia de problemas comunes a la especie por encima de la ubicación social de los sujetos y, claro está, la historia misma de esa triste “simplificación de los lenguajes”.
Sería, cierto, ridículo “acusar” a Neruda de responsabilidades únicas frente a este tipo de deformaciones ya casi seculares. Pero, antes que la alabanza y el endiosamiento ditirámbico, estéril, creo que la misma grandeza nerudiana merece ser pensada desde otras facetas críticas. La poética de la simpleza y de la sencillez se ha vuelto poco menos que intocable, sin que se sepa muy bien qué beneficios artísticos (de los políticos más valdría no hablar) reciben de ella nuestros pueblos. Como no sean los de la permanente ilusión en un cortés trasvasamiento de la estética a la ética, o aquellos de la autosuficiencia de un lenguaje que compense los despojos de la realidad.
Mario Goloboff: Escritor, docente universitario.
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UN RECUERDO PERSONAL
EN EL 45° ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE PABLO NERUDA
Ahí está el autor…
“No salgo al mar este verano: estoy encerrado, enterrado, y a lo largo del túnel que me lleva prisionero oigo remotamente un trueno verde, un cataclismo de botellas rotas, un susurro de sal y de agonía. Es el libertador. Es el océano, lejos, allá, en mi patria, que me espera.”
Pablo Neruda
Había llegado a Chile, un año después del triunfo de la Unidad Popular con el compañero Presidente Salvador Allende a su frente, y comencé a trabajar en el diario del Partido comunista chileno, “El Siglo” como diagramador y a cargo de la Revista Cultural, semanario del propio diario que se editaba los días viernes.
Mi recuerdo intacto de su director, Rodrigo Rojas, un chilota que medía casi dos metros de altura, y con una fraternidad, mucho aún más grande, igual de quien era la directora de la Revista Cultural, Ligeia Valladares, dama de una gran cultura y de una fuerza intelectual tan grande como su militancia en el PCch, a través de ella también pude tener el honor de conocer a su compañero, Guillermo Ravest alias “el chino”, quien sería el último director de Radio Magallanes, esa radio, que gracias a la valentía de él y de su personal, retrasmitió y guardó y que pudo darle difusión mundial el célebre, último discurso de Salvador Allende, difundido aquél 11 de septiembre de 1973.
Mi trabajo en el diario aparte de estar en la Sala de Redacción, que se encontraba en la calle Lord Cochrane, a menos de dos cuadras de la Alameda, y del Palacio de La Moneda, la sede del Gobierno Nacional de Chile, era luego ir a los talleres mismos del diario, en la calle Lira, y supervisar el armado, y esperar ahí mismo, “las últimas” noticias para incorporarlas al diario, y éste debía salir en las primeras horas de la madrugada, para poder ser difundido en todo Chile, por eso la necesidad de casi dos ediciones, la última sería para la capital Santiago, y Valparaíso.
Meses después me llama Rodrigo Rojas a su escritorio en el diario, y me presenta una señora, Elena Nascimento, la cual quiere hacerme una proposición de trabajar como director de los talleres de su casa de edición, tal vez la más antigua y renombrada de Chile, pero que queda supeditada a que yo la acompañe y vea en sitio de que se trata.
Ya esta proposición me había dejado casi sin habla, pero respondí que la acompañaba y después decidiría. Quedamos para el día siguiente, con la permisión de Rodrigo, de ir primero a los locales públicos de la editorial, que estaba en la calle Estado, a la vuelta de Plaza de Armas de Santiago de Chile.
Vamos a los talleres de la Editorial, y es el primer momento de sorpresa y al mismo tiempo el de tremenda emoción de encontrarme en una imprenta por la cual habían sido editado los más grandes escritores chilenos, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Pablo Neruda y tantos otros y al mismo tiempo el carácter casi artesanal de dichos talleres, donde dominaba al centro un largo eje de madera al cual estaban conectadas 3 maquinas de impresión, Heidelberg de gran tamaño con paso de papel manual y aquellas paletas, que depositaban la hoja impresa sobre una caja de recepción, en la cual sopladores, derramaban una lluvia de talco, para el secado de la tinta. Al costado una sola máquina también Heidelberg, ya automática, y de una precisión ajustada. Los talleres también componían 3 maquinas de composición , una ludlowd que es la que fabrica tipo a tipo en plomo, caracteres especiales, una plegadora automática, para los libros de gran formato, y luego estaba el encuadernado, cosido, y colado de libros, en total trabajaban una trentena de operarios, hombres y mujeres.
Dominando todo el taller se alzaba un entrepiso de madera que era la oficina del encargado del taller y en donde, nuevamente Doña Elena Nascimento me reitera si me “animaba” a encargarme de la parte de dirigir el taller, y acepté.
Casi a fines de 1972, un hecho conmueve Chile, y es el regreso del poeta Pablo Neruda, que era entonces, embajador de Chile en Francia, y que volvía a causa de su enfermedad. El pueblo chileno, le hizo un homenaje digno de él, Premio Nobel de literatura, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile.
Semanas después Doña Elena Nascimento, me convoca a su escritorio, y me comunica que deberé ir a la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra, hablar con él, y traer los originales de un libro que tenía para editar, y me hizo las máximas recomendaciones de aceptar las apreciaciones del poeta, en cuanto a tipos de letras, y los elementos de su libro.
Esa oportunidad de poder estar con quien ya era un inmortal de las letras latinoamericanas, y todo el peso histórico de su personalidad, fueron para mí una mezcla de desasosiego de estar a la altura, y tantas preguntas e incógnitas de cómo realizar ese encuentro. Y allí me dirigí a un sitio que millones de lectores y admiradores del gran poeta, lo tenían presente, Isla Negra.
Que no es una isla, sino un inmenso roquerío frente a la inmensidad del Océano Pacifico, al sur de Valparaíso.
Su casa, que tantas veces, ya había visto por fotos, estaba rodeada de una empalizada de troncos, y que al llamar, me abrieron. Era ya en la caída de la tarde.
Mi primera visión, fue que en un ángulo de esa casa, en la del nivel de suelo, se encontraba su colección de botellas y objetos de vidrios recogidos en el mar, del tal manera que cuando el sol estaba en el poniente, sus rayos daban directamente sobre ese ángulo, y la casa parecía flotar en mil colores reflejados por los vidrios de las botellas y todos esos objetos.
Neruda, me recibió en su biblioteca de la planta baja, y luego de presentarme me habló de su libro, que serían la recopilación de poemas que él había escrito en Francia. Llegamos a los acuerdos de utilizar la tipografía especial que usaba en todas sus “ediciones príncipe” (son la primera edición de bajo tiraje, y que siempre la editaba en la Editorial Nascimento, y que luego la reproducción en editoriales mundiales vendrían arregladas con su secretario), el papel era de una partida que guardaba la editorial de origen finlandés, me dio las instrucciones, que después en la corrección de las galeras (la salida de plomo, y entintada y copiada en papel) donde él haría los cortes necesarios, y los “blancos”. Me dice de unas tapas simples en blanco, y una “jacquette” con unos rollos de papel que trajo de Francia, y que el título del libro, debía ser como una etiqueta de cuaderno escolar fondo blanco con bordes azules. El título de obra sería: “4 poemas escritos en Francia”. Al recopilar, volvemos a las tapas, y me pide una opinión, y le respondo de inmediato, la de usar su ecusón de la rosa de los vientos en troquelado y con una tinta crema. Pensó un instante, y lo aceptó. La rosa de los vientos de Neruda, conocida en el mundo entero, es un pescado dentro de un círculo, y que a su alrededor están las letras N.E.R.U.D.A.
Vuelto a Santiago, toda la parte técnica de la imprenta se puso sobre ese libro, primero la composición y las galeras, al mismo tiempo que se comenzaba a cortar el papel que Neruda ya había seleccionado para esa edición. Dos veces más estuve en su casa de Isla Negra para llevarlas y esperar sus correcciones, hechas en su célebre fieltro color verde, donde corregía, y marcaba los blancos o el corte de los versos. Ya con todos los elementos aprobados, armamos en la editorial, su libro, que era un poco más de veintena de páginas, colocamos las tapas, con la rosa de los vientos troquelada sobre el papel más espeso, y pasada la tinta crema, y luego vino el turno de la jacquette, que era de papel de empapelar paredes, comprados en la célebre casa Canova, de Francia, ubicada frente a la placita Furstenberg del barrio Latino de Paris, frente también al taller del pintor Delacroix. Y es en eso, que se ve mismo la visión del genio, envuelto así su libro, con flores rojas, con fondo azul, y la etiqueta tipo escolar, era realmente una joya a la vista y al tacto.
En una de esas tardes mientras se imprimía ya la edición, tuve una inspiración, llamémosla así de realizarle un regalo al poeta, ya que tantos honores le habían ofrecido, y tomando dos de sus poemas, de los cuatro, los imprimí manualmente en cartón prensado, colocando en medio de cada hoja, en papel “cebolla”, y en tinta gris la célebre “rosa de los vientos”. Tiré 10 ejemplares, poniendo en el lomo los restos del papel de empapelar que había sobrado de los otros libros. Y llamé a Doña Elena Nascimento días antes de llevar todo a Neruda. Al verlos, me dijo casi horrorizada, “se imagina lo que ha hecho”?…”más que seguro que Neruda puede enojarse…A lo cual respondí casi inconscientemente, “asumo el riesgo y el poeta puede quemarlos o arrojarlos al océano”. “Ud. se responsabiliza”, me sentenció Doña Elena.
El día siguiente, previo llamado a su secretario, me da la autorización de ir a la casa de Isla Negra con todos los ejemplares, los cuales Neruda había de firmarlos, ya que eran numerativos.
Esta vez, Neruda me recibe en su dormitorio, en esa ala de la casa, donde hay una especie de torreón, y frente a su cama, enorme, una vidriera que da directamente al Pacífico y al roquerío de Isla Negra. A su costado, su compañera Matilde, y estaban presentes su hermana, y su secretario particular. Comienzo por entregarle su edición, la cual la revisa concienzudamente, asentando con la cabeza que se encontraba a su gusto. Ya en medio de ese revisar, me atrevo, a expresarle, “Maestro, yo se que a Ud. le han hecho, tantos regalos, y mismo el pueblo chileno lo homenajeó una vez más en el Estadio Nacional, permítame hacerle éste presente en mi nombre y mi admiración”, y le entrego uno de los 10 libros.
Lo toma, lo abre, lo recorre, acaricia, el espesor del cartón, y tornándose, dice: “Mire Matilde lo que el camarada me ha regalado…” y vuelve a tornarse y me abraza.
Con profunda emoción, encuentro las palabras para decirle: “Don Pablo, me permití tomar dos de sus poemas, pero sobre todo el que más me ha gustado, ha sido “Llama el Océano”, y es entonces que Neruda, levantando su brazo, y con su dedo, indicando el ventanal, y diciéndome en esa voz lenta y nasillar que jamás he olvidado…”Ahí está el autor”…
Carlos Wuhl
Ex periodista diario “El Popular” Montevideo – Uruguay
Ex periodista diario “El Siglo” de Santiago de Chile
Ex Jefe de talleres de la Editorial “Nascimento” – Santiago de Chile
*El cuadro de Pablo Neruda es del pintor ecuatoriano Guayasamín