Argentina: juicio a las brigadas policiales que actuaron junto a la dictadura

El juicio por los crímenes de las brigadas policiales de Banfield, Lanús y Quilmes durante la dictadura

El testimonio de Nilda Eloy: un derrotero de encierro,

torturas, hambre y terror

Por Ailín Bullentini

7 de noviembre de 2020 

 

El primer testimonio que ofreció Nilda Eloy ante un juez que tenía la potestad real de condenar a represores que la hicieron transitar el horror en el Circuito Camps durante la última dictadura tuvo lugar en 2006, con Miguel Osvaldo Etchecolatz como único imputado. Esta mañana, el verdugo de la Bonaerense se negó a volver a escuchar aquel relato minucioso y liberador de la oscuridad en la que intentó, pero no logró, encerrar a aquella sobreviviente que empujó el proceso de memoria, verdad y justicia hasta el final de sus días. Aquellas palabras fueron reproducidas en su totalidad –durante más de dos horas– y se convirtieron en el tercer testimonio del juicio por los crímenes de las Brigadas de Investigaciones policiales de Banfield, Lanús y Quilmes. Por la tarde, se oyó y vio la exposición de Alcides Chiesa, quien sobrevivió al Pozo de Quilmes y falleció, como Nilda Eloy, en 2017.

Nilda pasó por seis centros clandestinos de detención del Circuito Camps entre el 1 de octubre de 1976, cuando la secuestraron en la medianoche de la casa de sus padres, y septiembre del año siguiente, cuando fue “blanqueada” en Devoto. Su “turismo por el Circuito Camps”, como describió aquel derrotero de encierro, torturas, abusos, hambre y terror ante el Tribunal Oral Federal número 1 aquel 2006, incluyó estadías en el Pozo de Quilmes y El Infierno, la Brigada de Investigaciones de Lanús, con asiento en Avellaneda, dos de los campos de concentración ejes del actual debate oral y público que, con otra integración, sigue el mismo tribunal.

“No voy a parar, fueron muchos años de silencio”, se la volvió a oír responder, entre nerviosa, sensibilizada y tenaz, al entonces presidente del TOF, Carlos Rozanski, cuando le avisó que si “necesita parar, solo tiene que decirlo”. Había cerrado los ojos, Nilda, e interrumpido su relato brevemente como si lo necesitara para tomar coraje: contaba que en El Vesubio se había encontrado con Marlene, una paraguaya de origen alemán que traía de su paso por el centro clandestino Arana las marcas en sus palmas de manos y plantas de pies de la crucifixión a la que había sido sometida.

Su testimonio fue fundamental entonces y lo es en el marco de este juicio, tan demorado como esperado. Porque Nilda guardó en su memoria decenas de nombres de personas con las que compartió cautiverio, muchas de ellas que resultaron asesinadas o continúan desaparecidas; les pudo establecer de dónde venían y hacia dónde fueron antes de que les borraran el rastro, y describirlas con detalles con las que les afirmó su humanidad. Y también nombres, niveles de poder y las voces y maneras de muchos de los verdugos, los represores, los genocidas con los que se cruzó en cada lugar. Inhumanos.

Todo el relato de Nilda sirve para el debate sobre los crímenes de las Brigadas porque certifica la coordinación del circuito, pero en especial importan los fragmentos en los que ella describe su paso por Quilmes y, con ahínco, su estadía en El infierno.

El Pozo de Quilmes

El Pozo de Quilmes fue el segundo lugar en donde estuvo encerrada. Allí llegó desde La Cacha, en un camión cuyo recorrido fue interrumpido una vez para someterla a ella y a quienes eran trasladados hacia el mismo destino a un simulacro de fusilamiento. Contó cinco días de secuestro allí, en la Brigada de Investigaciones de la bonaerense que funcionó en la esquina de Allison Bell y Garibaldi. “Entramos al garage, bajamos adentro. Nos hicieron subir por una escalera muy empinada en la que había una corriente terrible”, describió Nilda. Sonrió como si sintiera la brisa sobre su rostro: “Yo creí que estaba al aire, pero cuando volví muchos años después descubrí que tan solo era un juego de ventiluces… el lugar está igual”.

Aseguró que el lugar, de tres pisos de calabozos, “estaba lleno”. Recordó que en el baño se encontró con Emilce Moler y Patricia Miranda, dos sobrevivientes del operativo de secuestro de estudiantes secundarios conocido como La Noche de los Lápices. “Emilce me reconoció como Morticia, que alguien te reconociera en ese momento era volver a la vida”, remarcó emocionada. Entonces, Morticia tenía 19 años. Cuando las chicas le dijeron que podía sacarse la venda con la que le habían tabicado los ojos se descubrió la piel, el cuerpo. “Estaba toda negra, toda quemada”, producto de las torturas a las que había sido sometida en la Chacha.

De allí la trasladaron en un “micro grande, éramos como 30” a Arana. Le habían dicho que la iban a liberar, pero a último momento eso no sucedió. “Yo quedé última en la lista. Y cuando fue mi turno se me acercó uno que me dijo ‘decí alpiste’. Cuando finalmente logró que lo dijera, me respondió ‘perdiste. Alguien te sacó de la lista’”, reconstruyó.

El Infierno

De Arana fue a parar a un lugar que, creía, fue Vesubio. Y de Vesubio, junto a un grupo de cinco personas, a la Brigada de Investigaciones de Lanús, que estaba ubicada en 12 de Octubre entre Zeballos y Estrada, Avellaneda. Allí estuvo más tiempo encerrada en condiciones más terribles.

Llegaron y los ubicaron a los seis en un calabozo en donde había ya otra persona. “En 5 días la puerta de ese calabozo de un metro y medio por dos no se abrió nunca. Nos turnábamos para poder sentarnos”, describió. Les daban agua “cada cuatro o cinco días, nos pasaban una manguera por la mirilla de la puerta y había que abrir la boca para tomar”. Comida, “cada dos o tres días nos ponían a todos en el patio, en fila y lo que hubiera, nos daban con una cuchara a cada uno”.

Allí supo de los traslados. Recordó el primero: “Los llamaron, los bañaron, los afeitaron y les dieron ropa. Les decían que iban a ver a un juez, pero Graciela, una compañera, se dio cuenta de que era domingo ese día, que no habría ningún juez”. Llegó a contar entre uno y dos traslados por semana mientras estuvo allí. Uno de ellos le tocó a sus compañeros de calabozo, a quienes llevaron a Campo de Mayo y los subieron a un avión que aterrizó en Córdoba. De cinco, sobrevivió una sola.

Tras ese traslado, quedaron ella y Horacio Matoso en el calabozo. Los separaron, así que ella quedó como “la única mujer permanente allí para todo lo que se les ocurriera. Si para presionar a un compañero creían que necesitaban hacerle escuchar cómo torturaban a la madre o a la hija, yo era sacada del calabozo, llevada a la sala de torturas que estaban atrás, y torturada para hacerme gritar. Y yo gritaba”, describió. También mencionó un episodio en el que “el jefe de la patota que estaba ese día me hizo sentir un aparato del cual se ufanaba, porque decía haberlo creado, que usaba para introducir en las mujeres y pasarles electricidad”.

De allí, fue trasladada a la Comisaría III de Valentín Alsina y luego “blanqueada” en Devoto, en donde “ya estábamos legales”.

Antes de culminar, enumeró nombres y alias de todos los represores que recordaba. Destacó a Etchecolatz, de quien supo su verdadero nombre cuando lo vio en la televisión, durante la década de los 90. Y también a Miguel Angel Ferreyro, “un cabo a quien denuncio por violación”. Su denuncia contra Ferreyro, quien cumple con prisión preventiva en su casa de City Bell –en donde fue escrachado el pasado fin de semana–, ampliada en instrucción tras aquel juicio de 2006, fue central para que comenzara a investigarse El Infierno. 

 

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