La muerte del ex canciller de la dictadura

LA MUERTE DE JUAN CARLOS BLANCO, CANCILLER DE LA DICTADURA

Amanuense del terror

Samuel Blixen
27 agosto, 2021

Murió Juan Carlos Blanco, canciller de la dictadura, canciller de la muerte. Desde su fallecimiento el domingo 22, públicamente nadie ha dicho una sola palabra positiva sobre su persona, nadie ha escrito ningún panegírico, nadie ha intentado suavizar los macabros tintes de su trayectoria; los medios de comunicación se limitaron a escuetas crónicas que daban noticia puntual de sus condenas penales. ¿No había nada bueno para decir de él? No.

Abogado que pasaba desapercibido, Juan Carlos Blanco, vástago de una rancia familia colorada –hijo del político Daniel Blanco Acevedo y nieto de Juan Carlos Blanco Fernández, canciller del dictador Máximo Santos y presidente del Consejo de Estado durante la presidencia de Juan Lindolfo Cuestas–, solo ostentaba en su currículo su condición de funcionario de la OEA, conocida en los sesenta como la oficina de colonias de Estados Unidos. El abolengo le facilitó su ingreso como vicecanciller en el gabinete de Jorge Pacheco Areco. Y Juan María Bordaberry, olfateando su potencialidad, lo elevó a canciller al inaugurar su gobierno. En febrero de 1973, en el primer capítulo del golpe de Estado, Blanco acompañó a Bordaberry en su visita a Boiso Lanza, donde la Presidencia sufrió una radical lobotomía. Blanco pasó el examen de los militares y fue aceptado como miembro del flamante Consejo de Seguridad Nacional (Cosena); desde entonces hasta su renuncia, en diciembre de 1976.

Ese mismo año Blanco instaló el cerco en torno a Wilson Ferreira Aldunate, Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. En noviembre de 1975 instruyó a las embajadas para que coordinaran el trasiego de información sobre las actividades de exiliados uruguayos, ordenó la entrega, por valija diplomática, de armas para los agregados militares uruguayos en Argentina, y comunicó la suspensión de los pasaportes de los tres exiliados.

Tal como reveló el arzobispo de Montevideo Carlos Partelli al senador Alberto Zumarán, los asesinatos de Michelini, Gutiérrez Ruiz y Wilson Ferreira fueron aprobados en una sesión del Cosena, en abril de 1976, en la que participaron Bordaberry, Blanco, el ministro de Defensa Walter Ravena, el comandante del Ejército teniente general Julio César Vadora, el comandante de la Armada vicealmirante Víctor González Ibargoyen y el comandante de la Fuerza Aérea brigadier Dante Paladini. Para justificar los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, fueron asesinados dos tupamaros, William Whitelaw y Rosario Barredo. Ferreira logró eludir el cerco y se exilió en la embajada de Austria. Pero desde que salió de Argentina fue objeto de una vigilancia permanente, a través de la estructura diplomática, en Europa y en Estados Unidos.

Muy poco antes de abandonar la Cancillería, Blanco también fue parte del complot para asesinar al congresista estadounidense Edward Koch, autor de la enmienda que congeló la ayuda militar a Uruguay debido a las violaciones de los derechos humanos. A tales efectos, Blanco solicitó la autorización del Departamento de Estado para la acreditación de dos militares, el coronel José A. Fons y el mayor José Gavazzo, uno como agregado militar y otro como miembro de la delegación en la Junta Interamericana de Defensa. El embajador estadounidense en Montevideo Ernest Siracusa se enteró del complot por la indiscreción de un militar ebrio en una recepción, pero no lo comunicó a Washington. Pese a la indiferencia de la CIA y el FBI, el equipo de derechos humanos del presidente electo Jimmy Carter logró detener la conspiración.

Ese fatídico año 1976 se registró el mayor aporte de Juan Carlos Blanco al terrorismo de Estado: el 26 de junio la maestra Elena Quinteros, militante de la Resistencia Obrero Estudiantil (ROE) y del Partido por la Victoria del Pueblo, fue detenida y conducida al centro clandestino 300 Carlos, en el Servicio de Materiales y Armamento. Para eludir las torturas a que era sometida, se hizo conducir a Bulevar Artigas y Guaná, donde pretendió ingresar a la sede de la embajada de Venezuela. Los policías y militares que la custodiaban ingresaron al jardín de la embajada, la retiraron del lugar a la fuerza y de paso golpearon a un diplomático que pretendió ayudarla.

La violación de la inmunidad provocó un conflicto con Venezuela, que inmediatamente reclamó la liberación y entrega de la prisionera. Los mandos militares resolvieron discutir la situación en una reunión del Cosena, prevista para el 3 de julio. Para entonces, el embajador venezolano había identificado a la mujer secuestrada de los predios de la embajada, y lo había notificado al canciller. El embajador uruguayo en Caracas Julio César Lupinacci viajó a Montevideo. En una reunión de la que participaron el ministro, el subsecretario Guido Michelín Salomón, el embajador Lupinacci y el director de Política Exterior Álvaro Álvarez, se abordó la mejor manera de participar en el Cosena. Álvarez fue el encargado de tomar apuntes, que después sintetizó en un memorándum interno, escrito a mano, titulado «Asunto: Conducta a seguir frente al “caso Venezuela”»; un análisis de las «ventajas y desventajas de entregar a la mujer». En la reunión del Cosena, Blanco y Lupinacci abogaron por «entregar a la mujer» para evitar un mayor desprestigio. Los comandantes se inclinaban por no admitir una participación de los cuerpos de seguridad en el secuestro de Quinteros, y cuando Blanco y Lupinacci insistieron en su posición, los comandantes cortaron por lo sano: «Ya los escuchamos». Blanco no renunció a su cargo –aunque la decisión del Cosena implicaba la desaparición de Elena Quinteros–; por el contrario, sostuvo la mentira de que Elena Quinteros había viajado hacia Buenos Aires y se adelantó al rompimiento de relaciones declarando personas no gratas al embajador y los funcionarios diplomáticos venezolanos

En las elecciones de 1989 Juan Carlos Blanco fue electo senador en representación de la Unión Colorada y Batllista. La publicación del memorándum en el semanario Mate Amargo lo obligó a tomar la iniciativa de solicitar la designación de una comisión investigadora para deslindar su responsabilidad en la desaparición de la maestra. El 6 de setiembre, después de tres meses de indagaciones, el plenario del Senado debatió el contenido de tres informes, uno en mayoría de los colorados Carlos W. Cigliuti y Raumar Jude y los blancos Ignacio de Posadas y Walter Santoro, absolviendo a Blanco. Los dos informes en minoría correspondieron uno al blanco Carlos Julio Pereyra y otro al frenteamplista Germán Araújo y a Carlos Cassina, del Nuevo Espacio, que establecían la complicidad del excanciller en la desaparición de Elena.

En el debate en el plenario, algunos senadores no ahorraron epítetos, visto que Blanco, 15 años después de los hechos, continuaba mintiendo y eludiendo con argucias pueriles su responsabilidad: primero negó la existencia del memorándum, después lo calificó como «hipótesis de trabajo» y, puesto que Elena continuaba –continúa– desaparecida, sostuvo que «no estaba probado que fuera la misma persona que secuestraron de los jardines de la embajada».

Antes de ausentarse del Senado para que debatieran sobre su persona, Blanco hizo un discurso atacando los informes en minoría y expuso su línea de defensa: «¿Quién quiere hoy un debate sobre el pasado? Lo que todos esperan ahora es que trabajemos por el presente y para el futuro». Lo mismo argumentó Ignacio de Posadas, pero con mayor labia: «Cultural y políticamente, también estamos demostrando que somos incapaces de mirar hacia adelante y que estamos presos del pasado: de viejos dogmas, de viejas posiciones políticas, de antiguos rencores y odios».

Una mayoría de 17 senadores blancos y colorados reeditaron la «entente» de cuatro años antes, cuando la aprobación de la ley de caducidad, y declararon que no existían pruebas para suspender la condición de legislador de Blanco. Este, hasta febrero de 1995, convivió en el Senado con colegas que lo despreciaban. «No me puedo resistir a repudiar de ese documento el hecho de que se hayan reunido integrantes del gobierno como si estuvieran frente a la pizarra de una casa de cambios, para hablar de las ventajas y desventajas de una operación» (Manuel Singlet, Partido Nacional). «¿Qué pasó con Elena Quinteros? A veces, saliendo del contexto y poniéndose en un análisis frío y jurídico de esta situación [Blanco] se olvida que se está hablando de un ser humano que nace, crece, ríe, llora, come y muere, pero no desaparece» (Alberto Cid, Frente Amplio). «Quienes la mataron y la hicieron desaparecer gozarán ad eternum de libertad, mientras que quienes actuaron como oficiales de mentiras, como amanuenses, como justificadores están hoy a la intemperie. El oportunismo desplegado en su defensa y el lodazal intelectual y moral en que ha caído demuestra la falta de coraje que ha tenido para asumir su propia responsabilidad» (Reynaldo Gargano, Frente Amplio).

Blanco sorteó una primera acción judicial, en 2002, por la desaparición de Elena: fue liberado después de dos meses de prisión preventiva. En 2006 volvió a la cárcel por los asesinatos de Michelini, Gutiérrez Ruiz, Barredo y Whitelaw, condenado a 30 años. En 2010 fue condenado a 20 años por el asesinato de Elena Quinteros. Y en 2021 fue confirmada su condena a cadena perpetua, por el Tribunal de Casación de Italia, por la desaparición y muerte de 38 personas de origen italiano, víctimas del Plan Cóndor. La mitad de su prisión transcurrió en reclusión domiciliaria.

 

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