DERECHOS HUMANOS EN EL URUGUAY: LA MENTIRA TRATADA COMO VERDAD Y LA VERDAD PROSCRIPTA.
Por ALDO SCARPA
ALGUNAS PRECISIONES PREVIAS.
En la región y en nuestro país desde los años 70 el tema de los derechos humanos se ha integrado como asunto permanente de la agenda política. Sin embargo, en este caso la expresión derechos humanos ha adquirido un significado muy específico.
Quizás sea necesario retrotraernos, por lo menos, al legado de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII y la Ilustración para encontrar el origen de la expresión derechos humanos bajo la forma de “derechos del hombre”, que tras un largo y complejo proceso se fueron (y se siguen) ampliando. Al referirse a los derechos del hombre estas revoluciones y estos pensadores exigían ciertos derechos que tenían todos los hombres, universales, por el sólo hecho de ser hombres: el sustento teórico era el Derecho natural, se trataba de derechos naturales a la condición humana; los hombres a través de un contrato social, según el contractualismo, los garantizaban y hacían efectivos para toda la sociedad. Más tarde, estos derechos se explicaron como un producto histórico social, no como una característica esencial de un hombre abstracto, sino como el resultado del desarrollo histórico social protagonizado por hombres concretos. Así se explica porque fue posible empezar a negar derechos considerados sagrados por su supuesto carácter natural y comenzar a imponer otros, no por su origen natural, sino por la lucha de olvidadas fuerzas sociales.
Soy de los que considera acertada, más allá de la ecléctica y superficial mirada acusadora posmoderna, esta concepción del desarrollo social, adhiero a ella por su carácter científico. Adoptar este punto de vista como sustento de mi análisis explica, por lo menos tengo la esperanza que así sea, los juicios y valoraciones que realizaré en torno al tema en cuestión. Pero, como decíamos más arriba, en la “historia reciente” de la región y de nuestro país la expresión derechos humanos ha adquirido un sentido muy específico: la lucha por la verdad y la justicia en torno a la represión y los crímenes del terrorismo de estado en las últimas dictaduras del continente.
En nuestra dimensión espacio-temporal los otros derechos del hombre han tenido que buscar caminos alternativos para hacerse oír, para representarse. Seguramente reconquistarán su denominación “natural” en tanto nuestros avances en la verdad y la justicia y, fundamentalmente, en una síntesis histórica que sea arma espiritual en manos del accionar conciente de los sectores subalternos liberen o vuelvan a ampliar los significados posibles del concepto Derechos Humanos. Y esto es así porque la conmoción y ruptura social, política, cultural y psicológica provocada por el terrorismo de estado exigió una representación y un tratamiento exclusivo.
Por lo tanto, todo análisis sobre los Derechos Humanos en este sentido “restringido” exige una definición precisa de quienes eran y que objetivos se proponían las víctimas del terrorismo de estado, así como que fuerzas sociales y políticas los enfrentaron y reprimieron y por que. Estoy convencido que un análisis acertado de la evolución política de los derechos humanos en el país no puede aislarse, separarse metafísicamente del conjunto de la trama política nacional. No parece serio, por ejemplo, tomar un país de la región y decir: se creo tal organismo a nivel del estado, se juzgaron tantos criminales, se encontraron tantos compañeros desaparecidos, etc., en consecuencia la lucha por los derechos humanos en tal país avanzó más que en el nuestro.
Para estos análisis no importa si en el hipotético país los avances y retrocesos están más ligados a los movimientos de las elites políticas y no a un proceso de concientización de las grandes masas del pueblo que a la elección siguiente reeligen por un margen aún mayor al más conspicuo representante del neoliberalismo en la región. Y no es que aquellas medidas no sean positivas, que las desprecie. No; pero el problema es más complejo.
En general, los compañeros que sufrieron cárcel y tortura, o cayeron, o fueron desaparecidos durante la dictadura tenían ciertas características comunes. En su inmensa mayoría, podría decir salvo alguna excepción, eran militantes concientes, con definición antiimperialista y anticapitalista (lo que no supone homogeneidad ideológica), y provenientes de sectores subalternos; trabajadores, estudiantes, intelectuales, capas medias en general.
El objetivo de su acción política y social, más allá de matices, era la transformación social, subvertir el orden existente y la construcción de una realidad más justa. La clase dominante criolla y el imperialismo norteamericano aplicaron la represión y el golpe de estado como estrategia contraofensiva ante el avance de las fuerzas sociales y políticas portadoras del cambio, para conservar el orden establecido y, más aún, para implementar un reajuste económico, social, político, ideológico y cultural regresivo. Contaron para ello con la estructura de los partidos tradicionales mientras les fue posible, en todo momento con importantes sectores ultraderechistas de los mismos que integraban e integran la “cooperativa de votos” con aquellos sectores de los mismos partidos que se opusieron de forma inconsecuente o los que llegados a un punto del desarrollo del proceso se volvieron opositores y dejaron de prestar apoyo a los aspectos más agresivos de dicha política.
Es decir, la lucha por el cambio social y el antiimperialismo y la contraofensiva reaccionaria son la expresión política de un profundo proceso subyacente de lucha de clases. Lo que se debatía en los años 60 y 70 en el país y en la región, no única y fundamentalmente en el campo de las ideas sino en la relación de fuerzas sociales y políticas de la sociedad, era la alternativa entre el avance del cambio social o la conservación y retroceso de las estructuras existentes. Esto es muy sencillo y conocido, lo sé. Mas, lo expongo porque tengo mis serias dudas que los análisis que pululan sobre la cuestión de los derechos humanos sean sistemáticos, consecuentes con este necesario punto de partida.
Considero que es imposible comprender la situación actual de los derechos humanos en el país y realizar una acertada evaluación de su evolución sin abordarla y medirla desde este punto de vista. No se trata de un problema exclusivamente moral ni, sin dejar de atender la enorme carga emocional que tiene, de un asunto estrictamente sentimental en el sentido más superficial. Es un problema político y como tal hay que abordarlo. Es imprescindible un análisis desde el origen, su desarrollo y actual transformación del asunto como un componente más de la lucha de clases, del combate entre el cambio social y la reacción.
Sólo en este contexto es posible estimar el avance en la lucha por los derechos humanos y comprender el itinerario que recorrió fundamentalmente desde la salida de la dictadura evitando extraviarse o caer en la confusión promovida por el accionar de los partidos tradicionales; seamos claros, de los protagonistas directos o cómplices, por acción o protección, durante estas cuatro décadas de los crímenes más infames que recuerda la historia del Uruguay. Y, por último, realizada esta operación es posible trazar una analogía con otros procesos, nunca una comparación basada en el traslado mecánico de ciertos datos.
Se trataría, en todo caso, de ubicar la cuestión de los derechos humanos en la correlación de fuerzas sociales y políticas de los países tomados, el grado de avance y unidad de las fuerzas del cambio, del nivel organizativo de estas fuerzas, de los pasos dados en la construcción de una nueva hegemonía ético-política en torno a la cual alzar un nuevo consenso social y político; como contrapartida, la fortaleza y los márgenes de maniobra y acción de las clases dominantes y sus instrumentos políticos, si existen residuos importantes en la sociedad, por fuera de los grupos dirigentes, dispuestos a prestar apoyo activo a los asesinos y torturadores, en que medida el pueblo visualiza correctamente la defensa de los derechos humanos con las fuerzas portadoras del cambio social e identifica a los sostenedores de la impunidad con los impulsores de las políticas neoliberales y regresivas, etc., etc.
O sea, mi punto de partida es que carece de todo sentido, es incorrecto aislar metafísicamente la cuestión de los derechos humanos del conjunto del movimiento político nacional. No realzamos el tema sino que lo bastardeamos al convertirlo en un asunto “privilegiado” por su alto contenido ético sin tener en cuenta las concepciones sociales y políticas en juego, por fuera de la lucha política, de la elaboración estratégica y táctica.
Este problema político convive con otros asuntos políticos (cuestiones económicas, sociales, institucionales, educativas, culturales, etc.), y se alternan en el tiempo unos y otros en el papel central y dinamizador del conjunto del complejo movimiento de la vida política del país. Hoy se nos presenta en el centro de la palestra política un asunto que desplaza al que pensábamos era el de mayor importancia y mañana éste es desplazado por otro y así sucesivamente. Nada se pierde, nada “desaparece”, todos los problemas se concatenan, se alternan, se transforman e influyen mutuamente y la resolución de uno de ellos puede promover el avance de otro o volverlo a poner en la escena política. Éste es el movimiento de la política real. Tenerlo presente nos permite definir en cada momento cual es la cuestión clave de la política nacional en el momento dado centrándonos en la cual, tensando las fuerzas sobre ella, posibilita el camino para un avance global, poniéndonos en mejores condiciones para continuar la lucha y posicionarnos para avanzar en la resolución de otros problemas.
Esto impide que nos extraviemos, que veamos derrotas donde hay triunfos, que consideremos que retrocedemos cuando en realidad estamos avanzando y viceversa. Por lo tanto, no se trata de un problema jurídico; no se resolvió, no se resuelve, ni se resolverá apelando exclusiva y fundamentalmente a argumentos jurídicos ni a tratados internacionales. No se obtiene la victoria en esta lucha recorriendo juzgados ni con buenos abogados, no es un asunto para elites. Es un problema esencialmente político y como tal se avanza en un sentido que coadyuve en la transformación social (única manera en que entiendo podemos y debemos avanzar) con la organización, la militancia y la conciencia popular, con movilización a nivel de masas.
Naturalmente, las leyes y los tratados expresan victorias producto de determinadas relaciones de fuerzas creadas en el proceso de la lucha social y política. Pero en cada proceso y momento del combate la relación, la dinámica entre las disposiciones escritas y las correlaciones de fuerzas que las hicieron posibles se vuelven a poner a prueba; y el problema sólo se resuelve de manera política: en el terreno de las correlaciones de fuerzas políticas y sociales. No despreciamos la importancia de estos aspectos, pero deben subordinarse a la elaboración estratégica y táctica de las organizaciones políticas y sociales y no a las decisiones jurídicas de técnicos.
LOS DDHH EN EL URUGUAY DE HOY.
Desde el 2005 el problema de los derechos humanos ha tenido una indiscutible evolución positiva para quienes hemos luchado contra la impunidad. Se ha conocido la suerte corrida por compañeros desaparecidos, incluso se han encontrado los restos de los compañeros Chavez Sosa y Fernando Miranda, fueron juzgados y están presos los principales responsables de la represión y los crímenes y se siguen procesos contra otros represores. Téngase presente, además, que no sólo militares han sido juzgados y detenidos sino civiles y, como en el caso del dictador Juan María Bordaberry, elementos de las propias clases dominantes del país (situación no tan común en otras realidades).
Se trató, y se trata, de una brega difícil, dura y prolongada. En el transcurso del combate en todos estos años muchas veces estos objetivos parecían inalcanzables, pero, en cuanto se levantaba la vista más allá del horizonte que permite divisar la lucha política cotidiana era indudable que el movimiento popular y la izquierda uruguaya avanzaban en el sentido correcto y los resultados maduraban ineluctables. Lo que vivimos hoy no es el resultado de procesos espontáneos, de circunstancias azarosas o inexplicables, o la influencia mecánica de fenómenos externos. No; es el resultado de la aplicación coherente y sistemática de una elaboración política, de una concepción estratégica t táctica.
Una vez más, como decía Alfredo (Zitarrosa), de “aquello que para el tonto es causa de su fracaso”. Precisamente por estas razones sería un gravísimo error de la izquierda y de las fuerzas populares equivocar el camino ahora. También lo sería no ayudar a realizar o realizar incorrectamente el salto que garantiza la victoria definitivamente: la síntesis en la cabeza de las masas, la verdad histórica no sólo en relación a los actos de la dictadura sino a los verdaderos responsables de lo que ocurrió en las dos décadas siguientes.
¿Por qué planteo esta preocupación? ¿Cuáles son los relatos, el proceso y las explicaciones que se difunden a través de los grandes medios de comunicación? ¿Cuáles son las razones que esgrimen los políticos tradicionales para explicar su conducta respecto de la impunidad y por qué en general los periodistas de estos medios difunden de forma acrítica estas “verdades”? Pero, peor aún, ¿por qué muchos dirigentes de la izquierda y de las organizaciones populares (¿y la intelectualidad?) no cuestionan tales explicaciones que amenazan convertirse en sentido común? ¿Avanzamos si permitimos que se construya este sentido común?
Todos los días se pueden escuchar con postura de seria argumentación afirmaciones del tipo: “fue preciso que transcurrieran todos estos años para que pudieran procesarse los avances actuales en materia de derechos humanos” y “en aquellos años la solución sobre los derechos humanos se enfrentó a presiones, se abordó en un contexto signado por la inestabilidad institucional, de democracia amenazada” (se refieren a los años inmediatamente posteriores a la salida de la dictadura), Estas falsedades históricas y políticas derivadas de tergiversaciones y análisis superficiales que no resisten ninguna argumentación seria se repiten como verdades indiscutibles. Al punto que la propaganda que convocaba al acto por la anulación de la ley de impunidad[1] esgrimía entre las razones de la iniciativa: “porque la ley fue votada bajo presiones” (sobre los parlamentarios en 1986 y sobre la ciudadanía el 16 de abril del 89). ¿Bajo presiones de quién?
Sólo cabe una respuesta. Según las mentiras difundidas por los jefes principales de los partidos tradicionales, y algunos analistas que posan de imparciales y objetivos siempre dispuestos a hacerse eco de patrañas de este tipo, se trataba de las presiones de “influyentes” y “poderosos” elementos de las Fuerzas Armadas. Estas presiones habrían puesto en riesgo la institucionalidad democrática por aquellos años, era necesario que transcurriera el tiempo para que los ánimos se aplacaran y la democracia se fortaleciera antes de proponerse resolver el problema de los derechos humanos (no me detengo aquí en la discusión sobre la barbaridad filosófica y política implícita en la falsa contradicción entre resolver un problema esencialmente democrático y el fortalecimiento de la democracia, en la incomprensión de la dialéctica fortalecimiento-consolidación-profundización de la democracia)
. Lo interesante es que desde algunos sectores de la izquierda surgieron entonces análisis que convalidaban estas posiciones de los partidos de la derecha; tal es el caso de la tesis de la “democracia tutelada”[2]. “Tutelada”, ¿Por quién o por quiénes? Por los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas que aparentemente mantenían la capacidad de subordinar a la institución. Como muchos otros compañeros en aquellos años consideré, y la considero hoy, un grave error teórico y político la tesis de la democracia tutelada como caracterización de la situación política nacional a partir del año 85. Pero lo que es error en la izquierda es punto de vista nada ingenuo en la derecha, sabiduría e intencionalidad; acertada estrategia política.
Si los sectores golpistas aún tenían poder e influencia, si podían inestabilizar la vida política, la institucionalidad, si eran capaces de amenazar la democracia recién renacida, ¿Qué actitud debían adoptar los políticos democráticos? No cabe duda: defender la democracia, ese es el primer objetivo al que se subordinan todos los demás; si caía la democracia se retrocedía en todos los frentes. Y si tal era el poder de los militares fascistas que tenían capacidad de “tutelar” la democracia o, en la versión de la derecha política, de amenazar la estabilidad democrática, ¿Cómo se defendía la democracia? Sin duda, sin provocarlos en situaciones inconvenientes para las fuerzas democráticas y populares, evitando el choque frontal en condiciones desfavorables y esperar el advenimiento de tiempos más propicios.
Esta parecería la conducta de todo buen estratega. ¿Cuán amplio era el abanico de opciones, que margen de maniobra quedaba al gobierno y sus aliados? Desde semejantes análisis de la situación del país en los años 80 es inevitable llegar a conclusiones como las siguientes: a la salida de la dictadura era incompatible, o harto difícil de compatibilizar, la continuidad democrática y la aplicación de la justicia. Sólo el transcurso del tiempo crearía las condiciones para obtener la verdad y la justicia. Entonces, los avances registrados en el actual período de gobierno no son producto de años de lucha del movimiento popular y de la decisión política del gobierno del Frente Amplio; no, son el resultado de la seriedad y la cautela de los gobiernos anteriores (léase, de la aplicación de la impunidad).
Peor aún, ¿que juicio histórico y político cabría a los dos jefes políticos artífices de la impunidad: Julio María Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate? Por lo menos el reconocimiento como defensores consecuentes y responsables de la democracia, como políticos que sortearon con hidalguía y sabiduría la prueba de lidiar con una realidad nada deseable para cualquier amante de la verdad y la justicia. Pero, abiertas las puertas, en un futuro podrían llegar a ser reconocidos como aquellos hombres que sentaron las bases que hicieron posible los procesos actuales (las investigaciones sobre el paradero de los compañeros desaparecidos, el conocimiento de quienes fueron los responsables de los asesinatos de nuestros muertos y los juicios a los culpables) y los que vendrán; los artífices de la verdad y la justicia. ¿Paradójico no?
Estas conclusiones son el producto natural de una mirada trivial sobre los acontecimientos históricos y políticos. Por un lado, acometer un estudio sin sobrepasar el nivel del “sentido común” que impide superar la unilateralidad e ir más allá de las apariencias para descubrir los nexos y determinaciones profundas de los procesos sociales, matizando un superficial liberalismo con un infantil antimilitarismo. Por otro lado, como estrategia de la clase dirigente se trata de una conciente y premeditada falsificación histórica con claros objetivos políticos e ideológicos: de un lado, impedir en los sectores subalternos una síntesis política de la experiencia vivida solidaria con sus intereses; por otro, rescatar a los partidos tradicionales y a sus principales jefes a los que se vio obligada a sacrificar en unas condiciones en que, como veremos, comprendió que no le quedaba margen de maniobra. Pero, intentemos ir más allá de estos análisis, crucemos las fronteras del sentido común.
Si a mediados de la década del 80 los militares fascistas tenían aún capacidad para detener el proceso democrático y recuperar el poder, surge inmediatamente una pregunta que se cae por su peso, ¿por qué “abandonaron” el poder,…precisamente a mediados de los años 80? En 1980[3] la dictadura fue derrotada en su estrategia de institucionalizarse; en 1982[4], sufre una nueva derrota, triunfaron en las urnas los grupos políticos con clara definición antidictatorial más la inocultable presencia del voto en blanco; en 1983 y 1984 (ya lo señalamos)[5], el protagonismo popular se torno incontenible; en 1984 la dictadura cayó sin ningún apoyo activo y militante de elementos populares (ni siquiera entre las capas medias). Si la dictadura no tuvo fuerza para detener desde el poder las presiones del pueblo, ¿cómo podrían los fascistas contrarrestarlas “desde el llano”? ¿Qué datos permiten afirmar con seriedad que un pueblo que realizó semejantes pronunciamientos antidictatoriales y democráticos prestaría, a uno o dos años de recuperada la democracia, apoyo de consideración a un intento golpista?
Asimismo, sería un descuido inaceptable no integrar otro elemento fundamental para la valoración de los momentos políticos; esto es, los números de las elecciones de 1984 enseñan una victoria contundente, una mayoría absoluta de los sectores democráticos. O sea, haciendo incluso el ejercicio de aguzar la imaginación para hacer verosímil la existencia de riesgo institucional en el Uruguay de los años 80 como consecuencia de la sola acción de los grupos golpistas obtendríamos el siguiente resultado: la creación de un frente del pueblo compuesto por las organizaciones sociales populares y los partidos y grupos políticos democráticos (las organizaciones sociales populares en su conjunto, el Frente Amplio y los sectores mayoritarios de los partidos tradicionales que se habían pronunciado inequívocamente por la verdad y la justicia) era invencible para las fuerzas golpistas (ni hablar del protagonismo, los niveles de organización y militancia y el fervor democrático que caracterizaba a vastos sectores del pueblo en aquellos años, elemento que hoy puede resultar extraño para las generaciones más jóvenes maceradas en Uruguay, como en el mundo, por más de dos décadas de posmodenidad y neoliberalismo).
Es necesario, imprescindible diría, integrar otros factores para que el cuadro quede completo. El golpe de Estado en Uruguay se enmarca en un proceso de reacción antidemocrática en el continente, de dictaduras triunfantes que se desparramaron en la región. A fines de los 70 y comienzo de los 80 la situación era muy otra, por el contrario, desde la revolución sandinista y la guerrilla salvadoreña, la recuperación democrática en Argentina, Brasil, Uruguay, etc., se creó un contexto regional poco propicio para aventuras golpistas.
Por otra parte, los golpes de Estado de los años 70 respondían a una estrategia que iba más allá de nuestros países y las clases dominantes criollas (lo que no supone su marginación, sino su encuadramiento). Como lo demuestran los documentos y estudios históricos las dictaduras que se expandieron por Latinoamérica integraban la contraofensiva del imperialismo norteamericano. Sin embargo, es evidente que en los años 80 (salvo excepciones, manotazos desesperados, quizás por ejemplo Granada), la opción golpista se había agotado, momentáneamente, para los EEUU, la tendencia general iba por otros carriles. Es decir, para sostener con solidez la tesis del golpe de Estado y la crisis institucional como una alternativa real en el Uruguay de los años 80 hay que integrar estos elementos, y otros que se demuestren pertinentes, y comprobarla contrastándola con los mismos
. Como es evidente, ni las condiciones nacionales, ni las regionales, ni la orientación política general para el continente de la principal potencia del mundo proporcionan argumentos ni habilitan a sostener tal posición. Menos aún, me parece, en un país con las tradiciones y la estabilidad democrática del Uruguay (siempre en términos relativos, por supuesto).
A no ser, claro está, que retrocedamos en nuestra concepción de la historia, en nuestros enfoques de los procesos y fenómenos sociales. Entonces podríamos, con cierta arbitrariedad, mantener enhiesta aquella tesis. Es decir, será necesario volver a marginar de la escena de la historia a los pueblos, a las masas y su protagonismo, abstenernos de integrar en los estudios históricos y sociales los fenómenos que se procesan en las profundidades del desarrollo social y su concatenación. Restableceremos seguramente una historia de grandes personalidades, de héroes y de elites que hacen y deshacen a su antojo, en tanto las masas se nos presentan cual rebaño sin personalidad ni protagonismo.
Entonces sí, un grupo de gorilas caídos en desgracia y con incontinencia (permítaseme la exageración), sin base social, devienen elemento preponderante y decisivo, demiurgo del destino de la democracia uruguaya reconquistada. Por supuesto, nada de esto es cierto. No digo que en aquellos tiempos se descartara en absoluto todo peligro para la democracia uruguaya (en ningún momento sería aconsejable proceder de esta manera), o posibilidades de retroceso, pues algo de esto puede haber ocurrido.
De lo que se trata es de “descubrir” a los verdaderos responsables. No eran las Fuerzas Armadas por su acción exclusiva las que podían hacer retroceder la democracia o impedir su fortalecimiento y profundización; eran los partidos tradicionales y sus principales jefes, en tanto expresión política de las clases dominantes, que habían recuperado su valor como instrumento de dominio en la nueva etapa.
EL PROCESO REAL Y DE CÓMO SE FALSIFICÓ LA HISTORIA.
Puede formularse la siguiente pregunta: ¿por qué en Uruguay la política de impunidad y olvido se impuso de forma tan inflexible? ¿Por qué se votó una ley de impunidad? Una respuesta superficial pero que aparece como evidente a primera vista: por la fortaleza de la derecha uruguaya y la debilidad de la izquierda y el movimiento popular, tales las condiciones que explicarían esta “derrota”. Sin embargo, propongo una aproximación que intenta ser más comprensiva a partir del análisis de las relaciones de fuerzas sociales, políticas, ideológicas en el Uruguay de aquellos años. La dictadura uruguaya no fue la obra de un grupo de militares ni de las Fuerzas Armadas como institución.
Las fuerzas Armadas fueron el instrumento, en condiciones peculiares jugaron el papel de partido político, de otros intereses. Ningún estudio serio resiste a esta altura el reconocimiento de que el golpe de estado expresa la estrategia del imperialismo norteamericano y la clase dirigente criolla. Además, es imprescindible tener presente los objetivos de la dictadura: implantar un nuevo modelo de desarrollo dependiente; derrotar los proyectos antiimperialistas y de izquierda y dividir a las fuerzas sociales y políticas del cambio (según la expresión de alguno de sus jerarcas, “que por más de cincuenta años no haya Partido Comunista en Uruguay”); provocar el retroceso cultural e ideológico de vastos sectores del pueblo. No es aconsejable emprender un estudio sobre la génesis de la dictadura, su desarrollo y caída y el proceso post-dictatorial soslayando estos dos elementos: los intereses y objetivos que promovieron el golpe.
Y, partiendo de estos elementos, es posible comprobar que la dictadura tuvo consecuencias profundamente negativas, dejó “espinas” difícil de extirpar del cuerpo y la conciencia de la sociedad. Entre ellas podemos citar grosso modo: sentó las bases para la aplicación del modelo neoliberal; asestó durísimos golpes a las fuerzas del cambio; provocó una destrucción cultural y un trauma en la conciencia nacional difícil de evaluar. Mas, si no se integran otros elementos resultaría un punto de vista unilateral y erróneo. Junto con estos procesos negativos la experiencia fascista en el país dejó otras enseñanzas y resultados que sería una ceguera política despreciar y no valorar en su real significado. Por lo menos destaco tres consecuencias políticas fundamentales: uno, la dictadura nunca logró consolidar una base social y mucho menos un apoyo activo en grupos subalternos; dos, la izquierda y el movimiento popular mantuvieron su unidad y, por el papel jugado en la resistencia, emergieron fortalecidos de la clandestinidad; tres, el Frente Amplio, inclusive los partidos de ideología marxista y marxista-leninista, acrecentó su influencia política, cultural e ideológica en vastas masas del pueblo. Estas realidades políticas son insoslayables, tienen una importancia de primer orden.
No es común que los pueblos superen experiencias de este tipo logrando mantener en lo sustancial tales conquistas en lo ideológico, político y organizativo; consolidando los niveles de acumulación de fuerzas alcanzados previamente y creando el terreno para avanzar a partir de este nivel de desarrollo de las condiciones subjetivas (desgraciadamente bastaría con echar una mirada a la situación de las fuerzas del cambio en el continente a la salida de las dictaduras para comprobar la validez de esta afirmación). Por lo tanto, sostengo una opinión diferente, o mejor dicho contraria: ¿es correcta la apreciación que la imposición de la ley de impunidad expresa la fortaleza de la derecha y la debilidad de la izquierda y el movimiento popular?
No; por el contrario, expresa una correlación de fuerzas política e ideológica en la que la derecha se sentía débil y amenazada por la capacidad de desarrollo de las organizaciones sociales del pueblo y del Frente Amplio[6]. Considero que este punto de partida, esta evaluación del momento político, tiene una particular trascendencia político-práctica. El punto de vista que se adopte determinará, no sólo la valoración del hecho político, sino fundamentalmente la conducta política a seguir, la estrategia a elaborar y si se promueve el escepticismo a nivel popular o confianza en las propias fuerzas y perspectivas de avance más allá de las dificultades.
La cuestión es si estimamos los procesos sociales de manera subjetivista o con criterio histórico, desde nuestros tiempos personales o desde un pueblo que construye “sin apuros” su historia (“nada más sin apuro que un pueblo haciendo su historia”, decía, una vez más, Alfredo y es que el arte tan diferente de la ciencia nos aproxima al conocimiento por otros caminos). En definitiva, se trata de establecer si nos consideramos el ombligo del proceso o aceptamos que somos protagonistas concientes de un complejo movimiento de lucha entre fuerzas sociales. En este sentido, los conflictos en torno a los derechos humanos integran, en momentos como factores centrales en otros como aspectos secundarios, un complejo político global y dinámico. Es necesario tener presente la globalidad y permanente movimiento; el proceso en su conjunto, en su devenir y las contradictorias tendencias de desarrollo ulterior latentes en su interior. Sólo sobre esta base se puede apreciar correctamente los avances y retrocesos, acertar en la valoración de los hechos y momentos políticos, comprender el itinerario recorrido por la cuestión de los derechos humanos.
Sin duda, la derecha asestó un durísimo golpe al pueblo y a la izquierda con la impunidad y remontarlo implicó enormes sacrificios y mucha inteligencia y madurez política. Pero, ¿qué otra cosa es la lucha de clases?
Por otro lado, ¿acaso este reconocimiento habilita la conclusión simplona de que la impunidad fue una victoria de la derecha producto de la debilidad de la izquierda? No; como veremos la impunidad fue, en el mejor de los casos, una “victoria a lo Pirro” de la derecha. Se preguntará entonces, ¿por qué los partidos tradicionales impulsaron tal política de derechos humanos? Recordemos que, a pesar del objetivo de las fuerzas golpistas de derrotar y dividir a las fuerzas populares y a la izquierda, en la renaciente democracia uruguaya aparecía una izquierda unida y con enormes potencialidades de crecimiento.
En este contexto político se planteaban, en líneas generales, dos estrategias posibles: consolidar y profundizar la democracia para que por esta vía avance la construcción de una hegemonía popular o limitar y recortar la democracia reconquistada para evitar esta transformación negativa para la clase dirigente en la correlación de fuerzas política, social y cultural. La lucha por la verdad y la justicia en un escenario político caracterizado por la presencia de una izquierda y una red de organizaciones populares unidas y con creciente influencia política adquirió una enorme potencialidad democratizadora, una peculiar capacidad para provocar en el pueblo una síntesis antiimperialista, democrática y popular sobre el significado de la dictadura. La “verdad y la justicia” se transformaron en una verdadera amenaza para el proyecto de los grupos que se habían beneficiado con la dictadura, para el nuevo “consenso democrático” que se proponían construir. Es decir, a mediados de los años 80 el problema de los derechos humanos era un asunto central en la vida política nacional.
En otras palabras, lo que Lenin denominaba el eslabón clave, central de la cadena, al cual si identificamos acertadamente y sobre su “correcta” resolución tensamos nuestras fuerzas logramos hacer avanzar el conjunto del proceso político en el sentido de nuestros intereses. Ciertamente, la clase dominante advirtió el papel político que pasaba a desempeñar este asunto y decidió asirse fuertemente a él…, pero la izquierda y el movimiento popular también lo advirtieron. O sea, la presencia del Frente Amplio, del PIT-CNT y la vasta red de organizaciones sociales que giraban en torno a estas dos fuerzas no dejaban margen de maniobra a la derecha en el tema derechos humanos.
El problema se planteaba de la siguiente manera: “verdad y justicia”, lo que actuaría como un catalizador de la acumulación política de las fuerzas populares[7]; o la impunidad para frustrar o retrasar (según fuera la respuesta del campo popular) este proceso de acumulación. La clase dominante y la derecha política no tenían alternativa, no había espacio para la flexibilidad, no había posibilidad de maniobrar. Sus contendientes eran muy poderosos, los campos en el Uruguay estaban divididos y determinados de manera precisa. Había que jugar la carta de la impunidad y tras esta estrategia era imprescindible alinear al grueso de sus fuerzas políticas y a sus principales jefes aunque eso supusiera, como ocurrió, “sacrificar” a sus dirigentes y grupos más “renovados”, a los que sostenían un discurso más democrático para presentarse ante la ciudadanía como alternativa a la izquierda.
Evidentemente, esto no es una expresión de fortaleza y libertad, sino de necesidad. ¿El 16 de Abril de 1989 la mayoría de la ciudadanía votó por la impunidad? No; la ciudadanía votó por la democracia. Con razón se me podrá replicar que si la institucionalidad democrática no estaba en riesgo, según mi propia opinión, porque la ciudadanía votaría en defensa de la democracia. ¿De qué era necesario defenderla? Reconozco que es justa la observación. Sin embargo, a nivel de la ciudadanía se difundió la idea y se creó la sensación de riesgo de ruptura institucional, de una democracia amenazada. ¿Quiénes realizaron esta campaña política? ¿Acaso los militares? Por supuesto que no. ¿Cuál era el objetivo de esta campaña? La Impunidad.
A amplios sectores de la ciudadanía se logro convencerlos de que la justicia pondría en peligro la democracia, podría abrir el camino de retorno al pasado, por confianza en sus representantes. Fueron las mayorías de los partidos tradicionales y sus principales figuras quienes se encargaron de crear este clima político en la ciudadanía, en particular en sus votantes. Los partidos blanco y colorado estaban llamados a ser el instrumento político de esta estrategia, las Fuerzas Armadas no eran un interlocutor válido para la mayoría de la ciudadanía que indiscutiblemente sostenía posiciones democráticas[8]. La aplicación de la impunidad exigía la persuasión de la mayoría de la población.
Una vez más le toco al Partido Colorado y a Julio María Sanguinetti ponerse al frente de esta operación política y al Partido Nacional subordinarse a la misma. El reclamo de verdad y de justicia había sido una bandera levantada por la absoluta mayoría de los sectores políticos del país. Era imprescindible encontrar una razón de peso para justificar ante la ciudadanía el abandono de las banderas que se habían alzado cuando era necesario conquistar su voluntad. Y si razones no existían se crearían. A esta tarea se abocó con paciencia y firmeza el presidente Sanguinetti. ¿Qué mejor razón después de once años de dictadura que el peligro de su retorno?
Sólo se trataba de usar a las Fuerzas Armadas para montar el simulacro. Y así fue, el presidente puso en marcha el plan. Si mal no recuerdo el Cnel. (r) Oscar Pereyra ha afirmado que Sanguinetti utilizó en esta ocasión, una vez más, a las Fuerzas Armadas, las subordinó a sus planes. Obsérvese que según esta opinión, absolutamente verosímil, no sólo la democracia no estaba tutelada por las Fuerzas Armadas sino que, por el contrario, éstas quedaron “tuteladas” por la operación política de los partidos tradicionales en tanto representantes de la voluntad de la clase dirigente.
La opinión del Cnel. Pereyra desmonta toda la mentira. Pero no se trata sólo de la posición de Pereyra sino de cantidad de documentos, declaraciones, denuncias, análisis de grupos y actores políticos de primer orden. No obstante, analistas, periodistas, dirigentes políticos continúan machacando con esta falsedad. Sin embargo, el presidente Sanguinetti tenía que resolver otro problema en la implementación de su plan para lo cual se urdió otra mentira más siniestra y canallesca aún. Era necesario conseguir los votos para establecer la impunidad. Naturalmente, no era en la izquierda donde el presidente podía conseguirlos.
Se trataba de conquistar al Partido Nacional, o en su defecto a la mayoría del mismo, para su estrategia. Este objetivo exigía atraer a los sectores mayoritarios del nacionalismo y, por consiguiente, a su jefe: Wilson Ferreira Aldunate.
Y aquí se planteaba un problema nada sencillo de resolver. En su carrera por la presidencia del país, desde su regreso del exilio, Ferreira había cometido una serie de errores y para enfrentarlos fue enredándose en una secuencia de movimientos políticos derivando a una posición incómoda, ajena a su concepción política, ideológica y, por sobre todo, a su voluntad política condicionada por los intereses a los que representaba, por su carácter de clase.
Tras su retorno al país y detención[9] la dictadura prohibió, como a muchos de los principales dirigentes del FA, su candidatura en las elecciones de noviembre de 1984. Entonces Ferreira, cuyo partido no había adoptado la misma posición cuando las restringidas negociaciones del Parque Hotel (en 1983, en las que participaban representantes de los PPTT, de la Unión cívica y de la dictadura, mientras se marginaba al Frente Amplio), se automarginó de las negociaciones del Club Naval.
Errores sobre errores, y en este caso con un preocupante componente ético que contrastaba con la generosidad y la responsabilidad de los dirigentes de la izquierda muchos de los cuales habían pasado años de cárcel y tortura (en primer lugar destaca la figura del Gral. Seregni): subordinar el destino del pueblo a su suerte personal desde el punto de vista político-electoral. Por este camino Ferreira radicalizó su discurso, pero no más que esto. La cuestión ahora era como iniciar el retorno, como cumplir con las exigencias de su verdadera base social y atender las señales del presidente sin estrellarse con el reclamo de coherencia y actitud consecuente de su electorado. Para eso fue necesario proceder a una increíble falsificación de la historia. Si Ferreira daba sus votos a la iniciativa del presidente, éste debía “tirarle” un salvavidas para intentar evitar su defunción política.
Se trataba de echar el costo político de la impunidad sobre el FA. Así se inventó la falacia sobre las negociaciones del Club Naval como el origen de la impunidad. Ferreira otorgaba los votos para consagrar lo que había negado insistentemente y Sanguinetti le concedía la mentira sobre el Club Naval. Es difícil imaginar tanta hipocresía y canallada. Sin embargo, y lo que confirma la confianza en el pueblo, fue inevitable que los costos políticos cayeran en los responsables de la felonía.
Por eso he dicho que ante la trascendencia política que adquirió la cuestión de los derechos humanos la clase dominante no vaciló en sacrificar a quien fuera necesario, aunque el precio pagado pudiera complicar aún más el consenso sobre el que descansaba su dirección política. No había alternativa. Este análisis no es original. Por aquellos años lo realizaron partidos de izquierda y sus principales dirigentes.
Sin embargo, es inevitable recordar y hacer referencia a quien en esta etapa de la lucha por los derechos humanos se convirtió, desde el parlamento (como antes, durante la dictadura, desde CX 30), en la voz de la verdad y la justicia, lo que le costó la decapitación; por supuesto, hablamos del compañero José Germán Araújo[10]. Cuando se repasa su libro-entrevista, “IMPUNIDAD. Y SE TODOS LOS CUENTOS”, no se puede evitar la sorpresa al escuchar a analistas, periodistas y políticos repitiendo como verdades las mentiras y canalladas montadas sobre este asunto. A casi veinte años de escritas estas páginas! ¿Es sólo ingenuidad o conducta intencional? Permítaseme detenerme un instante en este trabajo de Araújo (que no debería faltar en ningún estudio serio sobre la historia del Uruguay de las últimas décadas). En torno a la mentira sobre la crisis institucional puede encontrarse en el libro un análisis coherente e inteligente sostenido por documentos irrefutables
. Pero por un natural problema de espacio reproduciré sólo dos de estas fuentes. La primera es un extracto del discurso pronunciado el 18 de mayo de 1986 por el teniente general Medina, ni más ni menos. Puede leerse:
“Mucho se ha hablado, ríos de tinta han corrido y resmas de papel se han gastado en la consideración y en el enjuiciamiento de actos presuntamente cometidos por militares. Permítaseme una reflexión al respecto. La Ley N º 15.737, del 8 de marzo de 1985[11], establece una división clara y tajante entre quienes pueden ser merecedores de amnistía y quienes no, excluyendo de la misma a texto expreso a las Fuerzas Armadas y a la Policía. Las leyes no se discuten, las leyes se acatan y es lo que hemos hecho”, y tras dar su opinión de que no se había sido ecuánime con la institución a la que representaba continúa, “Esperamos confiados el fallo de la Justicia conscientes de la fuerza de nuestra razón”[12]. Más claro imposible.
En palabras de una connotada figura de la dictadura; las FF.AA. no se planteaban desacato alguno (además no había condiciones reiteramos), reconoce que la ley del 85 no abarcaba a los crímenes de la dictadura y de hecho se niega la existencia de “pacto” alguno que garantizara la impunidad para los dictadores. la crisis institucional fue una fantasía creada por civiles. Y citando al Doctor José María Anzó, ni más ni menos que Subsecretario de Defensa Nacional, en declaraciones del 31 de diciembre de 1986:
“Si hubo algún militar inquieto, la inquietud es de algún militar y no de las FF.AA. Todo el mundo individualmente tiene derecho a estar inquieto por algo, pero las FF.AA. como cuerpo no dieron, como tales, ninguna manifestación de inquietud. Y ahora seguiremos en el mismo estado de espíritu. Las FF.AA. están sometidas al poder civil y no hay por qué revolver sobre supuestas intranquilidades que presuponían sobre posibilidades de desacato”[13]. Como se ve, la hipocresía no tiene límites.
Obsérvese la fecha, a sólo 9 días de haber aprobado la impunidad, el trabajo sucio estaba hecho y con total desparpajo no cuidan ni las formas para ocultar la calumnia y el engaño al pueblo. Así despreciaron y subestimaron a la ciudadanía durante décadas. En cuanto a la canallesca mentira sobre el Club Naval el libro es demoledor. En primer lugar, me detendré en las razones que esgrime Araújo sobre el por qué de esta falsificación de la historia (razones con las que coincidimos como militantes en aquellos años y las reiteramos en este trabajo). Dice Araújo:
“Como se recordará, el Partido Nacional no sólo intentó justificar su proceder aduciendo que todo se debía al “pacto del Club Naval”, sino que además, obligó al Partido Colorado a reconocer lo que siempre había negado. Una falacia que para vergüenza de sus autores y para desgracia de nuestro pueblo, quedó estampada en el texto de la propia ley”[14]. Y, tras reconocer que el Partido Colorado cumplió con sus “obligaciones” afirma: “Efectivamente. De no haber sido así, jamás hubiese sido posible incluir tamaña falsedad en el propio texto de la ley. Ese fue parte del precio que el Partido Colorado pagó al Partido Nacional para que éste contribuyera con sus votos a la aprobación del proyecto”[15]. Ahora bien, Germán Araújo se aboca a argumentar y demostrar estas acusaciones. En ese sentido, comienza refiriéndose a los acuerdos de la CONAPRO (Concertación Nacional Programática)[16] que, de acuerdo con su opinión, tienen “la virtud de tirar abajo todo el andamiaje de falsedades”.
Dice entonces: “Cotejemos las fechas de uno y otro acuerdo. Al hacerlo, comprobamos que el acuerdo del Club Naval se realizó en el mes de agosto de 1984 y que los de la concertación, tuvieron lugar más de dos meses después, a fines de octubre del mismo año”. “Si eso es así, y lo es, ¿cómo se puede afirmar entonces, que en agosto se pueda establecer el compromiso,-por parte de las organizaciones políticas con los integrantes de las Fuerzas Armadas- de consagrar la impunidad, y dos meses más tarde, en la Concertación Nacional Programática (todavía bajo la dictadura), las mismas fuerzas políticas y también el Partido Nacional, se hayan comprometido a promover la acción de la justicia,…”[17]. Como ya he aclarado en la CONAPRO se estableció un compromiso con la verdad y la justicia que no dejaba lugar a dobles lecturas.
Otro “argumento” que refutaba ya en aquellos años Araújo es la consideración de la impunidad como el segundo acto de un “compromiso” que habría comenzado a cumplirse con la aprobación de la llamada “Ley de amnistía” para los presos políticos, del año 85 (las citadas declaraciones de Medina sobre este punto son concluyentes). Para demostrar esta otra falsedad, el senador del FA recordaba en el debate parlamentario el contenido del artículo 5 de dicha ley: “ARTICULO 5- Quedan excluidos de la amnistía los delitos cometidos por funcionarios policiales y militares equiparados o asimilados, que fueran autores, coautores o cómplices de tratamientos inhumanos, crueles o degradantes en la detención de personas luego desaparecidas y por quienes hubieren encubierto cualquiera de dichas conductas.”
“Esta exclusión se extiende asimismo a todos los delitos cometidos aun por móviles políticos, por personas que hubieran actuado amparadas por el poder del Estado en cualquier forma o desde cargos de gobierno”[18]. O sea, toda referencia a la amnistía del 85 para los presos políticos con el objetivo de justificar la impunidad a los asesinos de la dictadura no tiene andamiento alguno. Las declaraciones públicas del propio Ministro de Defensa Nacional y dirigente de la Unión Cívica , doctor Juan Vicente Chiarino, quien había representado a su organización política en las conversaciones del Club Naval, desmentían toda la maniobra montada por los partidos tradicionales.
Chiarino estaba de acuerdo con la impunidad, pero no con la falsedad sobre el Club Naval. El 20 de diciembre de 1986 la Unión Cívica remite una carta al Presidente del Senado, doctor Enrique Tarigo, en la que reafirma lo expresado públicamente por el Ministro de Defensa. Se leía en la misiva:
“ La Junta Ejecutiva Nacional de la Unión Cívica , en consideración al proyecto presentado por el Partido Nacional sobre caducidad de la acción punitiva del Estado, en relación a los delitos contra los DD.HH. cometidos por funcionarios militares o policiales durante el período de facto, solicita al señor Presidente del Senado, dé conocimiento al Cuerpo de su digna Presidencia, las siguientes puntualizaciones:
1) Rechaza en forma terminante los fundamentos expresados en la exposición de motivos y en el artículo 1º en cuanto asevera la existencia de un acuerdo, celebrado entre partidos políticos y Fuerzas Armadas, en agosto de 1984, para eximir de responsabilidades a éstas por los delitos expresados.
2) Denuncia la falsedad de tal aseveración, ya que el único objetivo de los acuerdos celebrados fue asegurar la convocatoria a elecciones y el traspaso del gobierno a los poderes legítimamente constituidos, lo cual, se concretó en el Acto Institucional Nº 19.
3) Considera la actitud del Partido Nacional un agravio a los partidos políticos participantes y especialmente hacia sus delegados en las reuniones del Club Naval, doctor Juan Vicente Chiarino y señor Humberto Ciganda, y ratifica su plena confianza en la honorabilidad de éstos y en la veracidad de sus informaciones acerca de las gestiones cumplidas”[19]. La carta llevaba la firma del Presidente de la Unión Cívica Humberto Ciganda.
También recuerda Germán Araújo que en el debate parlamentario aportó otras pruebas en torno a las canalladas inventadas sobre el Club Naval. En este caso se trataba de un compromiso internacional contraído por el Presidente de la República , el doctor Sanguinetti, y que tiene que ver con la reanudación de relaciones diplomáticas con la República de Venezuela. Recordó declaraciones del Presidente de la República en Venezuela en 1985 sobre el caso de la desaparición de la maestra Elena Quinteros, según un cable de “France Presse”: “Los militares que hubieran incurrido en violaciones de los derechos humanos durante el gobierno de facto, serán juzgados por la Justicia Ordinaria…”[20]
Y del propio doctor Sanguinetti, extractos de un reportaje concedido a la revista argentina “Siete Días”, fechado en diciembre de 1984:
“Periodista: ¿De qué forma se juzgarán los excesos cometidos por las Fuerzas Armadas?
Sanguinetti: Todo aquello que sea delito militar, será juzgado por los jueces militares, mientras que los delitos comunes, serán juzgados por los jueces civiles. Para ser más concreto: si mañana se investigara el horrible crimen de los diputados Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz cometidos en Buenos Aires, y hubiera algún militar implicado, será el Juez Penal Ordinario el que tenga la causa porque se trataría de un delito común. En este caso se debe hacer valer el estado de derecho.
Periodista: ¿La amnistía englobará también a los militares que han cometido delitos?
Sanguinetti: No, señor. Hemos dejado bien claro en las reuniones del Club Naval, que no habrá amnistía para los militares. Ni la planteamos nosotros ni los delegados de los otros partidos”[21]. Estos textos eximen de comentarios para cualquier persona honesta y esa honestidad también debe ser un imperativo en la creación intelectual.
Para ir finalizando con estas citas que nos tomamos el atrevimiento de extraer del excelente y valiente trabajo de Araújo, permítaseme detenerme brevemente en dos personajes de particular trascendencia por las responsabilidades que ocupaban, y en el caso del segundo, además, por la imagen que se ha intentado construir de su figura y su conducta que no parecen condecir con su proceder real.
En el primer caso hablamos del Vicepresidente de la República , Enrique Tarigo, quien el 24 de diciembre de 1986 declaró:
“No puedo admitir, entonces la opinión de que en el pacto del Club Naval estuvo, expresa o tácitamente contenida ninguna obligación o acuerdo con respecto a la violación de los derechos humanos”[22]. Préstese atención a la fecha, a dos días de votada la ley de impunidad! El trabajo sucio ya estaba hecho, se había logrado el concurso de la mayoría nacionalista para su concreción y, sin ninguna vergüenza, desmentían su propia mentira.
En el segundo caso me refiero al mismísimo Wilson Ferreira Aldunate, quien en su agitada andanza política nunca ha dejado de sorprendernos. Así, afirmó el 3 de junio de 1986:
“No solamente no afirmé que el pacto del Club Naval estableciera esa impunidad, sino que dije expresamente: eso no está establecido en el pacto”[23]. Pero además, el 29 de agosto de ese mismo año dijo: “…Si del texto surge cuanto se ha anunciado, el nacionalismo no acompaña una amnistía. Porque no es justa, porque no pacifica, y porque en vez de salvar, compromete definitivamente el honor de las Fuerzas Armadas, cuyos integrantes quedarán todos igualados con la excepción que deshonró el uniforme”[24].
Y el 2 de octubre: “…Salir de esto de una buena vez por todas y paralelamente tratando de que haya justicia, que es lo que la gente reclama”[25]. Es decir, según el propio Ferreira, en el Club Naval no se pactó la impunidad; no existía entonces ningún compromiso que cumplir. Por otra parte, en su opinión la amnistía a los agentes del terrorismo de estado era un camino que no solucionaba los problemas sino que, por el contrario, los agravaba; razones por las cuales compromete el rechazo del “nacionalismo” a una iniciativa de este tipo.
Por fin, a poco más de dos meses antes de aprobarse la ley de impunidad continúa reafirmando su compromiso con la justicia. Y entonces, ¿por qué termina acompañando y defendiendo la impunidad? Si no se tienen presentes los intereses políticos y sociales que se movían por atrás, todo aparece como un sin sentido cervantesco. Pero, todo tiene un sentido muy preciso que acompaña intereses bien definidos; y Ferreira no duda, una vez más, en guardar fidelidad a esos intereses. Algunas preguntas: Si existía realmente una crisis institucional, ¿Por qué los principales dirigentes del Partido Nacional, e incluso colorados, siguieron prometiendo verdad y justicia hasta fines de 1986? ¿Por irresponsabilidad política? Si la impunidad estaba pactada desde el Club Naval, ¿por qué blancos y colorados desde el retorno a la democracia hasta fines de 1986 continuaron proclamando su compromiso con la verdad y la justicia? ¿Le mintieron a la ciudadanía?
Como se ve, el precepto que tanto le gusta recomendar a los fascistas, “repetir una mentira mil veces para que adquiera la apariencia de verdad” funcionó a las mil maravillas en este caso. Paradójicamente, las mentiras con las que se justificó la necesidad de la Ley de Caducidad gozan en la actualidad de mayor impunidad que la impunidad misma. La derrota definitiva de la impunidad va más allá de la propia ley, incluso de los progresos de la verdad y la justicia. La derrota de la impunidad exige una síntesis política correcta a nivel del pueblo y de las organizaciones populares sobre el significado profundo de la dictadura, sobre los oscuros intereses que impulsaron la impunidad, sobre los verdaderos artífices y responsables de la misma.
No derrotamos la impunidad ni creamos las condiciones para cerrar el paso a nuevas tentativas de atropello de los derechos humanos si pensamos con los instrumentos políticos e ideológicos elaborados por los promotores de la impunidad, si nosotros internalizamos como verdaderas las falsedades inventadas para argumentar la infamia. Lo primero para no perderse en el proceso zigzagueante de la lucha social es “armar la cabeza”.