Que es la “Teoría de los dos demonios”

La “Teoría de los dos demonios”, ha sido utilizada para tratar de explicar que las dictaduras en la América Latina, respondían a dos factores esenciales, la lucha entre las FFAA de esas dictaduras y las organizaciones guerrilleras. Trataremos de explicar los verdaderos resortes de ésta Teoría, ajena completa a la realidad.

DEFINICIÓN

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La “teoría de los dos demonios” es una explicación ya clásica del quiebre de las instituciones. Según se señala, la sociedad fue víctima del embate de dos fuerzas antagónicas, la guerrilla y el poder militar; y en el contexto de esa lucha, el golpe de Estado fue un resultado inevitable. La explicación ha adquirido formas diferentes y tiene circulación tanto entre la academia como entre la opinión pública, se la encuentra en discursos presidenciales, reportajes a ex guerrilleros y análisis de cientistas políticos, y también se la puede escuchar en la feria o en charlas de café. Tanta unanimidad puede resultar sospechosa, habida cuenta de que sólo en muy escasas oportunidades aparecen acuerdos entre emisores tan diversos.
En este artículo intentaremos esbozar una “historia de la teoría de los dos demonios” en el intento de hallar algunas explicaciones de tan sorprendente unanimidad.

ANTECEDENTES: ¿CUÁLES ERAN LAS EXPLICACIONES?

La primera comprobación que surge cuando se quiere repasar el recorrido de la teoría, es la evidencia de su tardía aparición. El hecho es relevante por¬que muestra el carácter de construcción post-facto de la teoría, es decir que funciona más como “explicación” de la situación predominante en el momento de su formulación, que como marco descriptivo de los hechos que intenta ex¬plicar. En otras palabras, la “teoría de los dos demonios” era una explicación imposible de sostener en 1973: no la menciona Bordaberry como explicación en su discurso televisivo del 27 de junio, anunciando la disolución de las Cá¬maras, ni la invocan las organizaciones populares y políticas que plantearon la resistencia.
La razón de esa ausencia era demasiado notoria para que fuera necesario ponerla en palabras. De hecho la guerrilla estaba desmantelada cuando se produjo el golpe; eso era un hecho notorio en la sociedad y reconocido por las Fuerzas Armadas. En octubre habían editado un libro de circulación restringi¬da, Siete meses de lucha antisubversiva, donde elaboraban un amplio informe de su actividad y destacaban su eficacia como represores: al cabo de siete meses la “sedición” estaba desmantelada aunque todavía podía esperarse una reactivación de la “subversión”. En una rápida traducción del lenguaje de la Doctrina de la Seguridad Nacional al idioma de los uruguayos corrientes, de¬bía entenderse que el aparato armado de la guerrilla estaba derrotado aunque era posible que siguieran existiendo actividades de propaganda.
A quienes no tuvieron acceso a esa publicación no le faltaban evidencias indirectas: desde la captura de Raúl Sendic a comienzos de setiembre, habían menguado los habituales comunicados que reclamaban la captura de “sediciosos” sustituidos por los que anunciaban procesamientos de detenidos. Por otra parte, también se había divulgado un resumen del libro donde se hacía el balance de muertos y heridos de cada bando y el número de detenidos. Se parecía mucho a un punto final.
Así lo entendían también los dirigentes políticos, que inmediatamente co¬menzaron a hacer sus movimientos para recomponer el escenario y mejorar su posición. Esta etapa de “todos contra todos” que se prolonga hasta marzo del año 1973 resultaría incomprensible si no se toma en cuenta la desaparición de la guerrilla como un dato de la realidad: casi desaparecen las referencias al MLN o a otras organizaciones; e incluso en los discursos militares dejaron el espacio a la denuncia de los ilícitos económicos y de la corrupción política.

La evidencia alcanzaba también a la argumentación política corriente: a fines de junio de 1973 (pocos días antes del golpe de Bordaberry), el diario Acción que dirigía Jorge Batlle y del cual Julio Sanguinetti era subdirector, se hizo eco de las denuncias de torturas a detenidos en el cuartel de Paysandú. En un editorial sobre el tema, se utilizaba como argumento el hecho de que ya había ter¬minado la lucha contra la sedición. Decía el editorial:
“En este año han pasado, por otra parte, muchas cosas, y entre ellas una de las más importantes es el vuelco decisivo en la lucha antisediciosa que alejó el peligro cierto de una quiebra del aparato estatal a manos de los guerrilleros, como en más de un momento se temió. Desaparecido ese riesgo, encerrados los principales cabecillas sediciosos y eliminadas las acciones operativas, que evidentemente han desaparecido hace varios meses, era natural pensar que las Fuerzas Armadas podían actuar con más tranquilidad frente al fenómeno”.
Ocurrido el golpe, los sectores políticos que publicaron su rechazo {el Partido Nacional, la Lista 15 y el Frente Amplio), no hicieron ninguna referencia a la existencia de un movimiento subversivo que pudiera ser utilizado como jus¬tificación de la medida. Pocas semanas después del golpe, Sanguinetti publicó una serie de notas en el diario bonaerense La Opinión donde relataba el proceso que había terminado con la decisión de Bordaberry; allí Sanguinetti se ex¬tendía en el relato de los acontecimientos de 1972 para explicar el incremento de poder y popularidad que habían tenido los militares pero no derivaba de allí el hecho del golpe, sino de las actitudes personales de Bordaberry, al que mos¬traba como más golpista que los mismos mandos militares. Por entonces Sanguinetti lo relataba así:

“En el último año, decenas de veces el clima de tensión política fue mayor y más cerca se vio la posibilidad [de un golpe de Estado]. Pero ahora, la diferencia estaba en que era el propio Presidente el que quería llevar la situación a ese punto. No fue conducido por los militares, como se ha dicho en más de un lado: en esta etapa, él mismo los ha guiado hasta allí”.
Todavía no aparecían los rastros de los “dos demonios” ni nada similar; por el contrario, lo que había eran decisiones políticas asumidas por dirigentes políticos que arrastraban a los militares. En la Declaración de la Lista 15 contra el golpe de Estado se hacía una referencia muy sugestiva a la situación de los militares argentinos (recuérdese que a fines de mayo había asumido Cámpora, y las acciones castrenses cotizaban particularmente bajas en el mercado político argentino); el 30 de junio anunciaba la Lista 15 a los milita¬res: “…llegará el momento en que no puedan exhibir públicamente su unifor¬me, como les pasa hoy a sus colegas argentinos”.
Ni en la derecha del espectro político, ni mucho menos en la izquierda, se hacía ninguna mención al golpe de Estado como el resultado de un choque entre fuerzas antagónicas. Según lo había resumido Sanguinetti en 1973, la tendencia que impulsaba el golpe de Estado “…no tenía, en el ámbito político, la respuesta de una mayor unidad entre los partidos, por lo menos los dos tradicionales, sin diferencias insalvables entre sí. Llegaron hasta el final separados y divididos, con enfoques estratégicos y tácticos distintos, con mucho de personalismo en sus líderes. […] Y así se cerró el Palacio de las Leyes, otrora un símbolo, sin que muchas lágrimas rodaran”.

LA INSTALACIÓN DE LOS DEMONIOS

La “teoría de los dos demonios” aparece como un corolario bastante natural de la “Doctrina de la Seguridad Nacional”. Ésta plantea la existencia de una guerra permanente que se desarrolla en el seno de la sociedad, que enfrenta por un lado a las fuerzas de la “antipatria” impulsadas por el marxismo inter¬nacional, y por otro a las Fuerzas Armadas, encarnación del “ser nacional”. En esta concepción la guerra es infinita y permanente; nunca puede terminar porque se desarrolla a escala global (es “la tercera guerra mundial” a la que “muchos no reconocen como tal porque se desarrolla con tácticas diferentes a las de las dos anteriores”) y la derrota del marxismo doméstico es sólo momen¬tánea. Hay que aceptar que los enemigos internos “permanecen agazapados” esperando “arteramente” la oportunidad de contraatacar.
Las publicaciones de la Junta de Comandantes en Jefe (La subversión. Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental y Testimonio de una nación agredida) esta¬blecían explícitamente la vinculación entre la guerrilla, la acción de los parti¬dos políticos y el golpe de Estado. Según la explicación que allí se presentaba, el golpe era el resultado de la debilidad, la complicidad o la corrupción de los dirigentes políticos que habían preparado el terreno para que fuera posible el brote sedicioso. Según este esquema, la diferencia entre la guerrilla y los par¬tidos políticos era solamente de grado y no de esencia; la derrota de la “sedi¬ción” era irrelevante porque no era permanente, y las Fuerzas Armadas debían permanecer alertas para proteger al “pueblo oriental” de las agresiones del marxismo. En el discurso se consideraba como evidente que las Fuerzas Armadas habían iniciado su incursión en la política “llamadas” por el poder político y tenían el apoyo y la comprensión del “pueblo”, que ahora desengañado de sus “falsos líderes” podía dedicarse a “construir en paz”.
Surgida después de la destitución de Bordaberry (y cuando la ruptura de los militares con la clase política era total), la explicación resultaba inaceptable para el sector de las dirigencias políticas de los partidos tradicionales que po¬dían actuar más o menos públicamente, en cuanto ponía en un mismo plano a la “sedición” con la corrupción. Así se explica la actitud del doctor Tango y de Pons Etcheverry en el célebre debate televisivo mantenido con el coronel Bolentini (y con el doctor E. Viana Reyes, que permaneció bastante opacado por su impetuoso compañero); los sucesivos intentos de Bolentini tratando de vincular “la sedición” con el golpe, eran sistemáticamente bochados por sus interlocutores que separaban la guerra interna del golpe de Estado. Los “civiles” habían llamado a “los militares” para enfrentar a la guerrilla, y su éxito en derrotarlas no era justificación para el golpe posterior porque tal era su función dentro del Estado. Después de todo, según una recordada expresión de Pons Etcheverry, desde 1904 habían cobrado el sueldo sin disparar un solo tiro.
Pero a medida que fue procesándose la apertura política, la explicación comenzó a abrirse camino entre los sectores civiles. Progresivamente fue sur¬giendo un discurso donde “todos eran igualmente opositores” (incluso los re¬cién llegados a las posturas opositoras), y donde “los militares” se habían im¬puesto sobre “los partidos políticos”. La dinámica de esa imposición no se ex¬plicaba con claridad; ¿cómo explicar la ausencia de reacciones, la incapacidad para formar un frente común contra el golpe, las calculadas discrepancias que, en el contexto de un discurso de altiva defensa de las libertades, cortaban de plano toda posibilidad de acción concertada? ¿Cómo justificar esa incapacidad para la acción concreta, esa preferencia por una retórica ya para entonces vacía de sentido?
En ese cuadro tan poco heroico la teoría de los dos demonios colmaba un vacío en la explicación, ya que volcaba la responsabilidad del golpe sobre dos agentes autónomos y presentaba a la clase política como imposibilitada de realizar ninguna acción: representaban a la sociedad civil con la razón como arma, en lucha desigual contra las armas desprovistas de razón. Por otra parte facilitó la descarga de responsabilidad de los sectores más conservadores; mayoritarios en el gobierno hasta la disolución del Parlamento y responsables (por acción u omisión) de toda la transferencia de atribuciones realizada desde el poder civil hacia los militares. Algunos de ellos hicieron la vista gorda a todo el descaecimiento de los derechos y convivieron en un gobierno “cívico-militar” desde febrero hasta junio, pero descargaron su responsabilidad negándose a firmar el decreto de disolución de las Cámaras; otros demoraron aún más en descubrir que estaban colaborando con un régimen dictatorial.
En un catálogo de responsabilidades, difícilmente podían evitar figurar en los primeros lugares; pero un uso astuto de esta herramienta elaborada por los militares permitía invertir el orden de la lista: la “izquierda” (identificada globalmente con “la sedición” como lo hacían los militares) resultaba culpable del golpe, compartiendo la responsabilidad con las Fuerzas Armadas. Un edi¬torial publicado en El Popular en febrero de 1973 era una prueba suficiente de colaboración con el golpe de Estado, mientras que el hecho de estampar la firma al pie de decretos inconstitucionales se transformó en una falta menor. La explicación del golpe pasó a ser diferente: “este era un país feliz, hasta que un grupo de desquiciados intentó copiar modelos extranjeros”.

Desde su instauración, la explicación ha funcionado también como un ele¬mento de disciplinamiento social en cuanto incluye una velada amenaza: cual¬quier atisbo de demandas de la población son inmediatamente demonizadas desde el Estado, que identifica “reclamos” con subversión e invoca el argumen¬to de que la aparición de una representará fatalmente la acción del otro, sin que el poder político tenga responsabilidad ni posibilidad de acción. Así se recurre frecuentemente a metáforas restauracionistas del tipo: “A esta película ya la vimos” o “Estos son los grupos que no han olvidado nada ni han aprendi¬do nada”.
Desde la restauración democrática, la explicación de los “dos demonios” pasó a ser la versión oficial del gobierno, remarcada por las palabras del Presi¬dente Sanguinetti en su discurso del 14 de abril de 1985 (transformado en conmemoración de los “caídos en defensa de la democracia”). En esa oportuni¬dad Sanguinetti recogió citas del discurso que le tocara pronunciar en 1973 cuando, siendo Ministro de Cultura, hablara a nombre del gobierno en el en¬tierro de los funcionarios asesinados el día anterior. Como bien señala Aldo Marchesi, “…a través de la conmemoración, intenta reconstruir aquel ‘noso-tros’ de 1972 que integraba a los Partidos Tradicionales y a las Fuerzas Con¬juntas como defensoras del Estado. A efectos de evitar susceptibilidades de sus escuchas (en su mayoría militares y policías) habla de quiebre institucional y no de golpe de Estado, no asigna ninguna responsabilidad a militares, poli¬cías y políticos en ese quiebre, y utiliza la noción de defensa del Estado y del orden. Plantea la necesidad de una reconciliación entre los ‘orientales’ y se posiciona como responsable de la misma. Sin embargo, en su discurso se per¬cibe una fuerte asimetría en la forma como trata a unos y a otros. Parece que la reconciliación es con las Fuerzas Armadas y la Policía más que con el con¬junto de los actores políticos que participaron en el pasado reciente”.
Impulsada desde el poder político, la explicación impregna también a los ámbitos académicos donde es muy frecuente encontrarla como marco explicati¬vo. A modo de ejemplo, Germán Rama describe una sociedad “hiperintegrada” con un elenco político que se limita a gestionar las demandas sociales al precio de quedar atrapado en el estancamiento; en este contexto aparecen factores externos que representan los elementos disruptivos que explican el golpe de Estado: “La primera ideología proveniente del ámbito internacional era la de la acción foquista, alimentada en la experiencia cubana y latinoamericana, y adap¬tada en estrategia y representación cultural a la sociedad uruguaya. La segunda era la doctrina de la seguridad nacional y de la guerra interior, aprendida (junto con sus metodologías) en los centros de formación de los Estados Unidos, por los militares uruguayos que acudieron masivamente a ellos en los años previos al golpe militar”. Nuevamente desaparecen las responsabilidades internas, en¬cubiertas detrás de una forma diferente de la “conspiración internacional”.
Los intentos de reconciliación de los partidos tradicionales con las Fuerzas Armadas parecían anunciarse ya desde la apertura política, y la instauración del régimen democrático la consolidó a través de la “teoría de los dos demonios”. En ella los militares encontraban una justificación para su comportamiento y los políticos podían encontrar argumentos para excluirse de respon¬sabilidad y culpabilizar a los adversarios de la izquierda. Pero también funcio¬naba como un elemento exculpador de la sociedad civil en su conjunto: si bien el discurso corriente muestra a toda la población enfrentada a la dictadura, es muy claro que el golpe tuvo apoyo importante entre la ciudadanía y la huelga general quedó aislada en su enfrentamiento con el poder político.
Una gran masa de la población vio el golpe como una solución a la angustia que le provocaba la convulsión social (que no había desaparecido con la derrota de la guerrilla), y estuvo dispuesto a apoyar la aventura iniciada por Bordaberry; para muchos de éstos el golpe se produjo más tarde, cuando el Presidente fue sustituido por los militares y se anunció la suspensión de las elecciones. En ese momento desapareció la cobertura imaginaria que veía en el Presidente a la encarnación de la Constitución, y muchos de los que habían estado apoyando el golpe pasaron entonces a rechazarlo; es esa modificación de las posiciones politicas la que se reflejó con tanta claridad en el plebiscito de 1980.

A la luz de los hechos ocurridos posteriormente, esa etapa de apoyo a la dictadura resulta imposible de poner en palabras para la población, y también para ellos la teoría de los dos demonios les sirve de justificación: la disolución del Parlamento aparece justificada por la lucha contra el MLN; lo que en el lenguaje corriente se expresa así: “los milicos estuvieron mal en dar el golpe, pero si no lo daban ellos lo daban los Tupas y entonces las cosas hubieran sido peor”.
La etapa de instauración de la “teoría de los dos demonios” coincidió con el debate sobre la amnistía, especialmente con la que beneficiaría a los militares. En aquel momento se hizo fuerza en un discurso que justificaba la amnistía a los militares por una razón de “equidad” para equipararlos con los beneficios que habían recibido los antiguos guerrilleros. Según una explicación prove¬niente de la ciencia política, el episodio ha sido descripto así:
“El Frente Amplio (FA) -vamos a decirlo claramente-, una vez que había logrado una amnistía, es decir un quid pro quo -había recibido sin tener que dar-, no estaba dispuesto a dar, no se iba a comprometer en una amnistía con la cual no estaba de acuerdo y además no estaba obligado en una transacción.
Por otra parte el Partido Nacional, que había jugado una línea muy dura y que estaba pegando el giro de alguna manera -Wilson Ferreira Aldunate sentía la necesidad de terminar con el tema-, no quería jugarse a la palabra y a la plena figura de amnistía, entonces va por el camino oblicuo de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, que en ese momento se creyó que terminaba todo. […] El redondeo de la salida termina contra la posición del gobierno, esto es lo curioso, un gobierno que resistió con uñas y dientes el referendo, termina con un referendo que el 16 de abril de 1989, por 58 por ciento contra 42, convalidó esta salida”.
Mirado desde esta perspectiva, la universalidad de la aceptación refleja la diferente utilidad que la explicación ha logrado tener; aun entre el MLN tiene sus adeptos, ya que los muestra también como protagonistas de hechos im¬portantes en la institucionalidad uruguaya a pesar de que cuando estos cam¬bios se produjeron la guerrilla se encontraba fuera de combate. En ese contex¬to, la argumentación contra la teoría de los dos demonios parece una causa perdida.

ASEDIOS, RESISTENCIAS y MUTACIONES


En este combate, sin embargo, aparecen algunas brechas que es importan¬te ampliar. Progresivamente se abre camino la evidencia de que esta explica¬ción sirve como coartada para ocultar responsabilidades mucho más graves que el simple apoyo de los indiferentes o los confundidos. Es claro que quienes tienen la posibilidad de emitir discursos seguirán echando mano de este re¬curso como herramienta explicativa (y autojustificatoria); pero la reciente apa¬rición del Informe de la Comisión para la Paz muestra la evidencia de un cam¬bio en la actitud del Estado frente a las responsabilidades de sus actos en el pasado reciente. En el párrafo 43 del Informe, dice: “La COMISIÓN considera imperativo señalar, en ese sentido, que es tarea de todos ratificar la plena y total vigencia del Estado de Derecho ante toda y cualquier circunstancia que se pueda verificar o invocar. Es necesario aprender y recordar por siempre que no existe diferencia o divergencia que habilite la violencia, el secuestro y la muerte de cualquier origen o signo y que esas manifestaciones deben ser siempre y en todo caso condenadas; la generalidad de la condena, que abarca todas y cada una de las acciones de aquellos años que en nuestro país tuvieron esos objetivos, no debe ignorar que es siempre y en todo caso el ESTADO quien tiene la obligación suprema de defender determinados valores, afianzar ciertos prin¬cipios y descartar determinados procedimientos, usando su autoridad y poder con estricto apego a la ley y a los derechos fundamentales de la persona huma¬na. El ESTADO que abandona esas premisas y admite o tolera la existencia de un aparato represivo que actúa sin control y por fuera de la legalidad, desvir¬túa su esencia y agrede principios fundamentales que hacen a la razón de su propia existencia”.
Esa afirmación implica la condena del terrorismo de Estado y el reconoci¬miento de su aplicación sistemática por el Estado uruguayo en la época de la dictadura. Para completar la declaración, el Informe establece en el párrafo 46: “Los antecedentes de las personas fallecidas evidencian que la enorme mayo¬ría de ellas no participaba en forma directa en actos de violencia ni integraban organizaciones subversivas. La fecha de sus muertes pone de manifiesto, por su parte, que la mayoría de ellas se verificaron después que la sedición había sido desarticulada y derrotada y cuando sus integrantes se hallaban detenidos en establecimientos de reclusión”.
Esta histórica afirmación parece marcar un punto final para la superviven¬cia de la teoría de los dos demonios, en cuanto elimina toda posibilidad de justificación de las torturas o del olvido por la vía de argumentar la “equidad” entre partes igualmente culpables. Pero no quisiera terminar este artículo sin señalar dos hechos.
Uno es la perduración de esa explicación en el discurso militar, comprensible si se recuerda que su origen se encuentra en la “Doctrina de la Seguridad Nacio¬nal”. A modo de ejemplo, cuando se realizó la habitual recordación del 14 de abril de 2003 se publicó una noticia sobre la recepción que el Informe había tenido en los círculos castrenses: “Los militares consideran que se impone en la sociedad un relato sesgado de lo que ocurrió entre las décadas de 1960 y 1980, y que sólo se pone énfasis en las violaciones a los derechos humanos por parte de efectivos de las Fuerzas Armadas, sin tomar en cuenta al otro ‘bando’”. “¿Y de la Cárcel del Pueblo nadie habla? ¿No se dicen esas cosas? ¿Van a decir que todos eran buenos?”, preguntó una fuente militar consultada por El País.
Un segundo hecho es el discurso del Ministro de Vivienda, del 19 de junio de 2003. En él no aparece ninguna referencia a los demonios ni al pasado reciente, pero en cambio se hace una advertencia de otra índole: “…el año pasado murió una forma de país que ya no era viable {…] Todos reconocemos como un riesgo probable el de perder el próximo año y medio en escaramuzas y enfrentamientos estériles, en que todos procuran marcar diferencias, desca¬lificar al oponente, sabotear su capacidad de proponer e impulsar iniciativas. […] Pero también debemos dejar de admitir en el conjunto de la sociedad, si es que queremos construir un proyecto común, el ejercicio de la presión de las corporaciones de todo tipo, que pretenden conservar reductos aislados a don¬de no llega la crisis, aún en desmedro del bien común”.
La demanda de reconstruir el país, tantas veces mencionada desde todos los sectores políticos e invocada por los militares en tiempos de dictadura, aparece ahora instalada en el contexto de la necesidad de aplacar el disenso (calificado de “estéril”) y de contener a las “corporaciones de todo tipo” en sus demandas sociales. Tal vez no parecería sino un discurso más, si no fuera porque cuando el poder político ha invocado la necesidad de “contener las demandas de las corporaciones” siempre ha estado pensando en la aspiración de reprimir los reclamos sindicales; y en cambio, cuando (aun recientemente) se han publicitado las protestas de los militares, no se escucha el ya clásico sonsonete de que se trata de quienes “tienen ojos en la nuca” o que “la socie¬dad uruguaya ya votó por la paz”.

 

BIBLIOGRAFÍA

Bottinelli, Osear A., “Las salidas a la democracia y la revisión del pasado” en “En Perspectiva”, Radio El Espectador, sábado 12/4/03, http://www.espectador.eom// perspectiva/per2003-04-12-0.htm
“Informe final de la Comisión Para La Paz”, 10 de abril de 2003.
“Inquietud. Jefe del Ejército advirtió que hay grupos que no asumieron el ‘estado del alma’. El País, <http://www.elpais.com.uy.15/04/2003&gt;
“Las torturas”. Acción, 25/6/1973, p. 2.
Marchesi, A., “¿”Guerra” o Terrorismo de Estado”? Recuerdos enfrentados sobre el pasado reciente uruguayo” en E. Jelin (comp.), Las conmemoraciones: las disputas en las fechas infelices, Siglo XXI, Barcelona, p. 118.
“Para Irureta, el país ‘murió’ a mediados del año pasado”, http://www.diariolarepublica.com//2003/auto/plantillas/6/20&gt;
Rama, Germán W., “La democracia en Uruguay”, Cuadernos del RIAL, Buenos Aires, 1987, p. 161.
Sanguinetti, Julio M., “Crónica íntima del golpe militar uruguayo”, reproducido en Mate Amargo, s/f, p. 6.

*Texto de Carlos Demasi tomado de  “El presente de la dictadura. Estudios y reflexiones a treinta años del golpe de estado en Uruguay” Compiladores: Aldo Marchesi, Vania Markarián, Álvaro Rico, Jaime Yaffé. Trilce. Mdeo. 2003.

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