Aquí no hubo guerra ni dos demonios, carajo!

nohubodemonios “Es probable que las transiciones de gobierno, incluso cuando se producen entre integrantes de una misma fuerza política y de manera ordenada, sean un tanto caóticas. Funcionarios que van y vienen, renuncias y nombramientos para firmar, cuentas para revisar, ceremonias que organizar…

 

 

 

Entre todo ese ajetreo no es raro que alguna que otra cosita se pierda un poco de vista. Fue lo que pasó —dicen— con el pedido de ingreso al TISA, y también con algo mucho más modesto, pero sintomático: el proyecto de hacer una escultura que simbolizara la idea de que no hay “ni vencidos ni vencedores” en la guerra entre tupamaros y militares. Según información divulgada este jueves por Búsqueda, el 26 de febrero de este año —dos días antes de dejar la Presidencia— José Mujica firmó una resolución mediante la cual el Estado acepta de la empresa Gerdau Laisa SA la donación de “tres palanquillas identificadoras del lote 16871”. Las palanquillas no son otra cosa que piezas de metal procedente de la fundición de las armas requisadas por las Fuerzas Armadas a los movimientos guerrilleros entre 1960 y 1970, junto con una cantidad similar de armas en desuso de las propias Fuerzas Armadas.

 

El metal donado por la empresa Gerdau Laisa SA (no entiendo muy bien por qué, si las armas las tenían las Fuerzas Armadas, la donación la hace la empresa privada encargada de la fundición, pero es irrelevante) ya tiene destino programado: transformarse en una pieza escultórica realizada en forma honoraria (“a la patria no se le cobra”) por los artistas Pablo Atchugarry y Ricardo Pascale, para ser emplazada detrás de la Torre Ejecutiva, mirando al mar. La idea es que la obra refleje lo que su material simboliza: la unión, en un abrazo total y definitivo, de dos enemigos reconciliados.

 

En ese abrazo, parece creer Mujica, se reconciliarían todos los orientales: los torturados y los torturadores, los asesinos y los asesinados, los reprimidos y los represores. En ese objeto artístico, hecho del metal de las armas tupamaras y militares, la violencia se volvería amor, reconciliación, futuro en común, confianza recíproca. Las preguntas obvias, una vez más, serían: ¿quién se cree que es Mujica para interpretar el sentimiento de todos los orientales en relación con el pasado?; ¿quiénes son los tupamaros para escribir la historia nacional?; ¿qué derecho creen que tienen a decidir cuándo y de qué modo se cierra un herida? Lamentablemente, la respuesta es tan obvia como las preguntas.

 

La historia, para los tupamaros, es su historia (esa que, por otra parte, pasan todo el tiempo contando, porque ser tupamaro parece ser una épica personal, y no parte de un proyecto político colectivo). El enfrentamiento entre el pueblo uruguayo y las fuerzas represivas comienza, para ellos, cuando comienzan sus acciones (esas que, al contrario de las palabras, unen, en lugar de dividir) y termina cuando el movimiento es derrotado. Si aceptáramos su lectura de la historia, los miles de presos y torturados luego del golpe de Estado, los muertos, los desaparecidos, los destituidos políticos, los exiliados, los hambreados por la política económica, los que vivieron la década infame de la dictadura no existen, no tienen voz, no pagaron el precio de la represión salvaje que el gobierno militar desplegó a lo largo y ancho del país. No hay nada que investigar, nada que someter a la Justicia, porque lo que hubo en Uruguay fue una guerra entre milicos y tupas y a esta altura ya hicieron las paces, así que no hay por qué seguir con eso de revolver las heridas y pedir revancha.

 

La historia que conocen no incluye la huelga general con la que el movimiento sindical enfrentó a la dictadura, ni las movilizaciones de los estudiantes, ni a las tandas y tandas de militantes clandestinos que sostuvieron la resistencia aun al precio de seguir llenando las cárceles, año tras año, hasta el mismísimo final. No incluye al doctor Vladimir Roslik, secuestrado en San Javier y asesinado en el cuartel de Fray Bentos en abril de 1984, cuando la dictadura daba sus últimos zarpazos. La historia que cuentan (porque es la que conocen) es la de la guerra, no la de la opresión y la resistencia. Cuando ya ni un tupamaro quedaba en las calles para enfrentar al gobierno ilegítimo que se instaló en 1973, cientos de uruguayos seguían pagando el precio de no bajar la cabeza. Pero eso no está en la historia de la reconciliación que ahora se hará estatua, metal fundido, pacto de sangre.

 

Es muy bueno reflexionar sobre las propias acciones, sopesar los errores, tratar de remediar las macanas. Es una gran cosa que el movimiento tupamaro haya hecho su autocrítica, que se haya mirado al espejo y que haya decidido hacer las paces con el enemigo. Pero es historia privada, no pública. Es el relato del esplendor y caída de un movimiento, no de un país.

 

El episodio de las armas fundidas y la escultura de la concordia, cocinado entre José Mujica y el general del aire José Bonilla, ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea (con conocimiento y aprobación del entonces y ahora ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro) es uno de tantos asuntos que, seguramente, el Ejecutivo saliente no tuvo oportunidad de informar al gobierno entrante. Y es un asunto menor, si se lo compara, por ejemplo, con el ingreso al TISA. Pero es ilustrativo de un modo ya no de hacer política o ejercer el poder, sino de interpretar los acontecimientos del pasado y proyectar los del futuro. Forma parte de un estilo siempre caracterizado por la desconfianza en lo institucional e inclinado a los acuerdos de proximidad, hechos entre amigos mientras se come un asadito y se toma un vino.

 

No hay nada malo, per se, en la reconciliación. Pero estaría faltando hacer justicia. Estaría faltando nada menos que conocer la verdad. Estarían faltando los nombres de los que dieron las órdenes para cometer los crímenes (militares y civiles, por cierto. En eso tiene razón el ministro de Defensa). Estaría faltando algún datito que otro sobre el paradero de los desaparecidos.

 

El general José Bonilla (el mismo que le devolvió a Mujica una bandera tupamara que había estado guardada durante cuarenta años en la caja fuerte del Comando de la Fuerza Aérea, luego de haber sido incautada en un procedimiento) dijo, en una entrevista con Búsqueda en 2010: “Yo estoy muy orgulloso de lo que pasó hasta 1973, cuando se dio una lucha frontal a la sedición por mandato de un gobierno legítimamente elegido por el pueblo y con apoyo del Parlamento en su momento. Esa ‘mochila’, para utilizar un término que emplea el presidente, yo la llevo con muchísimo honor. No llevo con honor lo que pasó después de 1973”. Tal parece que, sobre lo que pasó hasta 1973, militares y tupamaros están de acuerdo. Han repasado los hechos y decidido fundirse en un abrazo último que, en forma de estatua, verá llegar a los visitantes que se acerquen desde el Río de la Plata.

 

No sería mal momento, aprovechando esa cercanía, para aclarar de una vez todo lo que pasó después del golpe de Estado y que nadie quiere llevar como un peso a sus espaldas
 
De “Caras y Caretas” Montevideo – Uruguay

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