Premio Mario Benedetti por la lucha de DDHH

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  PALABRAS DE MIGUEL SOLER ROCA EN EL ACTO EN QUE LA FUNDACIÓN MARIO BENEDETTI LE ENTREGÓ EL PREMIO INTERNACIONAL A LA LUCHA POR LOS DERECHOS HUMANOS Y LA SOLIDARIDAD

Montevideo, 14 de setiembre de 2016

Sra. Ministra de Educación y Cultura,

Distinguidas autoridades nacionales y departamentales,

Sr. Presidente y Sres. Consejeros de la Fundación Mario Benedetti,

Estimadas amigas y amigos de Mario Benedetti:

            Comenzaré por agradecer muy sinceramente a esta Fundación su decisión de otorgarme el Premio Internacional Mario Benedetti a la Lucha por los Derechos Humanos y la Solidaridad. Expreso igualmente mi estima al escultor Octavio Podestá, autor de la bella escultura que materializa dicho premio y mi reconocimiento a todos ustedes  por su presencia en este acto, que confirma el apoyo de la sociedad uruguaya a los trabajadores de la Educación Pública.

            Me costó mucho aceptar esta distinción. Sentí siempre admiración por la persona y la obra de Mario, compañero mayor de la existencia de tantos de nosotros, reconocí y sigo reconociendo sin vacilaciones la solvencia moral e intelectual de la entidad otorgante de este premio así como la de sus prestigiosos directivos, pero siempre me resultó difícil ser objeto de homenajes. Además, considero que quienes sirven la causa de los Derechos Humanos y la Solidaridad en el Mundo, en América Latina y en Uruguay son muchos y muchas, todos ellos con más méritos que yo. No soy más que un trabajador de la educación y como tal obligado, como se dice en el preámbulo de la Declaración Universal de 1948, a promover mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y asegurar, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos…”.  

            Finalmente decidí aceptar el premio para tener el gusto de estar aquí esta mañana con todos ustedes y entregarles algunas reflexiones sobre los Derechos Humanos y la Solidaridad.

            Evocando a Mario nos reencontramos con nosotros mismos, con años de ayer, con el ahora y el mañana, con nuestras vivencias personales y colectivas, algunas exaltantes, otras manchadas por innúmeras agresiones. La Fundación, según testamento de su creador, nació, entre otros objetivos, para brindar apoyo y aporte a organizaciones defensoras de los derechos humanos, en especial las dedicadas al esclarecimiento y la investigación de los detenidos desaparecidos en nuestro país…”. De este modo, la palabra de Benedetti no fue solo la pródiga y siempre feliz expresión de un trabajador del arte sino también la de un luchador social, comprometido con la causa de la Justicia, condenada esta a la parálisis y el silencio durante largos años en gran parte de América Latina. No sabía Mario, al confiarnos su legado cuán difícil nos sería avanzar en lo que él deseaba, la investigación y el esclarecimiento  de tantos crímenes como fueron cometidos y que permanecen aún en la impunidad.

            Fui beneficiario de esta amalgama vital, como todos nosotros, leyéndolo en sus libros y también en sus columnas de prensa, que alentaron la construcción de verdad, belleza y justicia en tantos países. Posiblemente su expresión más lograda haya sido A dos voces, creación conjunta con Daniel Viglietti, otro combatiente de estos difíciles tiempos, formando un dúo embajador de la protesta y la esperanza en más de treinta países. Casi siempre sumaron su solidaridad a la de grupos locales, trabajando gratis, entregando su mensaje claramente enfrentado al de los cultores de la represión, la tortura, la dictadura, el terrorismo de Estado. Me hace feliz recordar a estos dos grandes de nuestra cultura en mi tierra natal, en Cataluña. En los años ochenta brotaron en esta, múltiples movimientos de solidaridad con los pueblos de América Central, envueltos en varias guerras de liberación, especialmente la que tuvo lugar en Nicaragua. Yo formaba parte activa de aquel movimiento y sabiendo que Mario y Daniel se encontraban en Europa los invitamos a actuar a dos voces repetidas veces en varias ciudades catalanas. Uno de estos actos lo organizamos en Granollers, asiento primitivo de colonizadores romanos hasta devenir largos siglos más tarde una pujante ciudad industrial.  Asistieron catalanes y catalanas simpatizantes de América Latina, así como exiliados uruguayos, argentinos, chilenos, brasileños, bolivianos, buenos conocedores de las dictaduras que asolaban sus naciones, familiarizados todos con la palabra de Mario, tantas veces intérprete del dolor del exilio, familiarizados igualmente con la voz de Daniel y, por su intermedio, con los versos de Circe Maia, Violeta Parra, Juan Capagorry, Jorge Salerno. Y estaban allí también numerosos africanos que, perseguidos por el maltrato y el hambre; habían emigrado y se estaban convirtiendo en trabajadores forestales en la zona y asistían a aquella jornada internacional, sus mujeres cubiertas con sus largos y coloridos batones tradicionales y sus hijos correteando por ahí, vociferando sus juegos en las diversas lenguas africanas de sus familias, en el castellano de la escuela y en el catalán de la calle. Una vez más la solidaridad individual se expresaba comunitariamente.

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            Yo me encontraba también allí, de perfil lo más bajo posible como decimos ahora, custodiando un maletín de Mario y el estuche de la guitarra de Daniel, haciendo balance con ellos después en un bar cercano, explicándoles aquella torre de Babel para cuyos componentes la solidaridad no era una palabra sino, como para Mario y Daniel, una manera de vivir. A Daniel lo sigo teniendo aquí cerca, siempre disponible; a Mario, al Mario de aquella tarde en Granollers, lo custodio en alguna de las parcelas más productivas de mi memoria. El poeta convertido en actor con sus versos, sus esporádicas muestras de asma, su vaso de agua, su sillón balancín de Viena, su aleccionadora sencillez, su elevado mensaje pleno de ética y de esperanza.

            Con aquellos cálidos esfuerzos a dos voces, nuestros dos grandes artistas aportaban lecciones de vida, el aprendizaje del derecho a convivir en paz, movidos por la obligación de servir, tan lejos de casa, esa plataforma laboriosamente convenida de derechos y libertades fundamentales, todos irrenunciables.

            En mi trayectoria personal, endeudada con los aportes de aquella correntada colectiva, obedecí el vigor ético de algunas palabras, en particular justicia, libertad, paz, desarme, y otras afines y me pareció que mi oficio de maestro las podía resumir, difundiéndolas, en un pensamiento utópico cargado de futuro pero igualmente de imperativos de presente. Lo expresé por primera vez hace exactamente veinte años, en un recinto al que me refiero siempre con gratitud: el Paraninfo de nuestra Universidad de la República. El 28 de agosto de 1987 conmemoramos allí el décimo aniversario de la desaparición forzada del Maestro Julio Castro y en las palabras que dediqué al amigo mártir incluí esta reflexión, que les leo textualmente:

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 “Y puesto que el daño que padeció nuestro común amigo le fue inferido bajo un régimen militar, he venido a formular votos, en este recinto de pensamiento, de ciencia y de humanismo, por el día en que nuestro planeta haya abolido todos los ejércitos y todas las armas, por el día en que la violencia entre hermanos haya desaparecido, aun en sus más sutiles y solapadas formas, por el día en que en este país nadie pueda dirimir las cuestiones públicas apretando el gatillo. Mientras existan gatillos y dedos en disposición de apretarlos, los que nos ocupamos de educación deberemos cuestionar implacablemente nuestro trabajo, hasta lograr el desarme de las manos y de las mentes. ¿Es este un sueño? Claro que sí, pero ¿qué función más alta cabe a la educación que la de sembrar sueños y cultivarlos, paciente y amorosamente, en perspectiva de siglos si es preciso, hasta su fructificación?”

                Eso dije entonces, eso repito ahora, casi treinta años después. Los restos de Julio Castro han aparecido, sus asesinos no han sido identificados ni castigados. Pese a la gravedad de las denuncias, al aumento progresivo del número de participantes en nuestras marchas del 20 de mayo, a la promisoria creación de la Institución Nacional de Derechos Humanos, al porfiado trabajo de comisiones oficiales y de agrupamientos de la sociedad civil, como la Fundación Mario Benedetti, seguimos teniendo dos clases de desaparecidos: las víctimas y los victimarios, escondidos estos últimos tras el secretismo, la mentira, la contradicción vergonzante de sus vidas personales y de su existencia colectiva. El pueblo guarda un silencio acusador los 20 de mayo en la calle; ellos lo mantienen a lo largo de sus vidas, atrincherando cuanto saben de sí mismos en los cuarteles. Trágica e inoperante condescendencia con la mentira y el imposible olvido.

            Para decirlo en el lenguaje de los maestros de escuela, Mario nos dejó deberes y vuelvo a su testamento. Me parece observar que se viene produciendo un cambio de tono en el lenguaje de quienes luchamos por Verdad, Justicia y Nunca Más. Por mi propio sentir, afirmo que nos estamos cansando de tanto esperar y que vamos tendiendo a sustituir el silencio por el grito, el llanto por la indignación, la petición por la exigencia, la opacidad por la transparencia. Me pregunto si no podremos ser todos, Gobierno, instituciones públicas y de la sociedad civil, familiares y amigos, educadores y educandos, capaces de respaldar, bien unidos, a la Justicia diligente y de urgir a la Justicia diferida. Aspiro a una Justicia efectiva a la que la sociedad, firmemente comprometida, dote de todos los medios necesarios, dada la trascendencia humana de sus fines.                                  

            En este giro inaplazable, la Fundación Mario Benedetti, de cuya generosidad me declaro una vez más muy sinceramente agradecido, tiene y deberá seguir teniendo, responsabilidades e importantes potencialidades de acción. Las responsabilidades le vienen del legado de su creador. Las potencialidades son inherentes a su condición de entidad promotora, a la vez, de la cultura y de la justicia. Uruguay ha sido siempre país de cultura, pero no ha logrado, todavía, ser país de justicia. Y los sufrimientos que ocasiona la injusticia golpean continuada e indebidamente a muchas familias, a la vez que nos exponen al juicio adverso de la comunidad internacional.

            La existencia de la Fundación  y el premio que se entrega esta mañana por cuarta vez nos convocan a todos a intensificar la lucha por hacer de los Derechos Humanos y de la solidaridad una realidad que aviente las sombras.

            Muchas gracias,

Miguel Soler Roca

               Montevideo, 14 de setiembre de 2016      

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