Dialogando con Marcelo Viñar

  «Para los más viejos, lo presencial

no es reemplazable»

Con Marcelo Viñar

Mónica Robaina

30 abril, 202

No es sencillo asumir que hay problemas sin solución a la vista. No es simpático recordar que hay disyuntivas que el individuo sólo puede resolver por sí mismo, tenga la edad que tenga, sin mandatos imperativos a que recostarse.

La voz y los textos de Marcelo Viñar, médico y psicoanalista, han estado presentes en este semanario desde sus días iniciales, especialmente cuando ha sido necesario aportar lucidez ante la emergencia de lo más sombrío. Fue junto a Viñar, entre otros, que en la década del 90, mientras casi todo el país parecía decidido a olvidar, que Brecha sostuvo la necesidad de mirar de frente lo que había sido el terrorismo de Estado. La penumbra del consultorio ha sido apenas un aspecto de una práctica cuya dimensión social Viñar exploró también con su colega Daniel Gil y con el historiador José Pedro Barrán, impulsando una conexión interdisciplinaria que instaló el concepto de sensibilidades en el núcleo de la explicación histórica local. En esta inusitada experiencia de la pandemia, mientras el virus atraviesa la puerta de los residenciales y siendo él mismo parte de la “población de riesgo”, pareció indispensable oírlo nuevamente. Además del diálogo, Brecha se trajo del encuentro un texto inicialmente concebido para la conversación con sus colegas, pero que seguramente será útil más allá de esta.

—¿Cómo podemos ayudar a los adultos mayores, desde lo subjetivo, a sobrellevar mejor esta coyuntura que les afecta como grupo etario de mayor riesgo y, a la vez, estigmatizado?

—No tengo respuestas para eso, salvo que los extremos de la vida, el comienzo y el final, son siempre difíciles. Envejecer siempre es frágil. Cuando se es pobre y no se tiene confort ni entorno familiar y afectivo cercano, es más duro todavía. No tenemos el ímpetu de la juventud y el solo hecho de estar en un residencial y no rodeado por afectos habituales es una merma importante. Además esta contagiosidad inherente al coronavirus, de contagio rápido e intenso, lesiona los vínculos, porque el único antídoto demostrado es el confinamiento o aislamiento social. O la distancia física sostenida, como inventó Rafael Radi.

Lo que convendría aportarle a la gente en las etapas terminales es proximidad y compañía, mientras la infectología plantea el aislamiento. Hay una situación paradojal. La humanidad de la gente que se dedica a eso, como en todo lo humano, es una diversidad donde prevalecen diferentes actitudes: dulces o distantes, tiernas o malvadas. Pero no tengo solución a la soledad de los viejos depositados en un refugio. Es algo que la vida moderna y sus exigencias competitivas no logra subsanar.

—Sin embargo, tan alejado de sus afectos está quien vive en un centro residencial como quien tiene una casa y está confinado, alejado de hijos y nietos.

—Sí. Podemos tener relaciones muy estrechas, que están en suspenso por el carácter contagioso de la epidemia, lo cual es independiente de clases sociales y es independiente de que sean relaciones conflictuales. Cumplir el mandado de quedarse en casa es resignarse a ver a los nietos por una reja o a través de la ventana. No les abrazamos ni besamos, no tanto porque podamos contagiarlos a ellos, sino porque ellos pueden contagiarnos a nosotros. Así que ese distanciamiento social es independiente de la solidez o la precariedad de los vínculos familiares.

—¿Cómo se puede trabajar desde la contención mental con las personas en esta situación?

—Probándose. No hay solución para todos los problemas. La epidemia interrumpe la cotidianidad de los vínculos, aunque muchos podamos usar la tecnología para acercarnos. En todo caso, para los más viejos lo presencial no es reemplazable por Internet. Quizás para las generaciones más jóvenes, que nacieron con la Internet, para los nativos digitales, es más factible. Pero verlos en la pantalla y verlos mano a mano no es lo mismo, hay algo del lenguaje de gestos y de caricias que es radicalmente diferente.

—¿Podemos privarlos de un cumpleaños que podría ser el último, de abrazar a los nietos, para salvarlos? En eso de pensar que los viejos son objeto de cuidado y no sujetos de derecho, ¿hasta dónde les permitimos decidir y hasta dónde les transmitimos nuestros miedos?

—Quienes deben decidir son ellos, los protagonistas. Todos los viejos queremos seguir viviendo, pero no eternamente, queremos admitir que la muerte es parte. Pero morirse en una epidemia es diferente. A mí me gustaría morirme a mi modo, no por una pandemia.

—¿Cómo debería actuar el entorno familiar frente a las decisiones de nuestros adultos mayores?

—Son decisiones individuales. La diversidad humana decide; darse abrazos y besos no es lo mismo que tocarse el codo o brindar por videoconferencia, o con una serenata a tres metros de distancia. A veces mis hijos se detienen en la vereda y nos vemos a través de una reja porque hay una realidad médica y objetiva que recomienda la distancia física. La respuesta a la disyuntiva de compartir una mesa, de si usar o no tapabocas, que nos enmascara y nos quita expresividad, varía según el ser humano.

—El Estado está en falta en muchos aspectos de la salud mental, pero en el caso de los adultos mayores que cumplen aislamiento esa carencia parece más angustiante en esta coyuntura. ¿Hay una forma de abordar esto o de paliarlo?

—Depende de los recursos anímicos. Hay hijos más indiferentes y otros más comprometidos con devolver lo que recibieron en su infancia; a veces hay resentimiento: no me cuidaste, no te cuido. Porque el ser humano no es un angelito, es un individuo conflictuado. Lo que hay que cultivar es la mejor solución dentro de lo accesible y no crear mandatos, imperativos que no se pueden cumplir. Los adultos mayores somos los que desestabilizamos los servicios de salud; cuando vivimos demasiado, desestabilizamos la solidaridad intergeneracional con cajas de jubilaciones deficitarias, con costos en salud mayores que el promedio… no hay un mundo equilibrado, no hay un mundo idílico.

—Ese es parte del estigma con el que cargan los adultos mayores en esta sociedad. ¿No se impone un cambio cultural?

—En todas las sociedades los mayores cargan con un estigma. Se terminó la gerontocracia; los ancianos de otra época eran cincuentones en pleno vigor, ahora con el alargamiento del ciclo vital del siglo XX la vejez es distinta a la que integraba el consejo de caciques de las comunidades indígenas. La opinión de los viejos está desvalorizada. Ahora es el mundo de los jóvenes; la larga persistencia de un núcleo excesivo de ancianos es una realidad a asumir. No es por el coronavirus que tenemos que tratar estos temas.

 Yo y la humanidad ante

lo inesperado

Coronavirus y producción de subjetividad

Marcelo Viñar

30 abril, 2020

 

En los tiempos en que había tiempo para el hablar pausado y anodino, en una de las últimas charlas que tuve con mi padre anciano, apareció una frase cuyo añejamiento le dio valor testamentario. Solemnemente me dijo algo así: “Yo fui un hombre previsor: siempre me preocupé de prever y preparar el mañana. Pero ese mañana casi nunca se ajustaba a mis predicciones, llegaba otro con sus sorpresas, buenas o malas… así que ya no me animo a aconsejarte que seas previsor”.

Seguramente su condición de emigrante de tierras y culturas lejanas selló una marca infantil de inseguridad o fragilidad en la que germinó la formación reactiva de ser precavido.

Con ese legado, me puedo pensar llegando al think tank sobre el futuro del psicoanálisis habiendo cursado una vida cuya lógica y empeño fuera eficaz para situarme en el costado disfrutable de la condición humana, evitando los abismos de la precariedad y la exclusión, el desempleo y la marginalidad.1

Llegamos sanos y salvos a la recta final y el covid-19 irrumpió en nuestras vidas, cancelando hábitos, anhelos y proyectos que habíamos diseñado y trabajado para el año en curso. En este grupo, por añadidura, exceptuando a uno, los demás estamos inscritos en la franja etaria de más alto riesgo, lo que subraya el acatamiento a la única medida que se ha reconocido como eficaz y operante para disminuir el contagio: la cuarentena y el confinamiento social. De allí la buena ocurrencia de Jonathan Sklar de escribir para mitigar el aislamiento, testimoniando la experiencia que estamos viviendo, espontáneamente y en caliente.

Badiou llama “acontecimiento” al evento que descarrila lo esperable y nos obliga a inventar y diseñar otros itinerarios de vida. Aprender, dice Heidegger, no es informar a alguien de algo que antes no sabía, sino hacer de él alguien que antes no existía. El enamoramiento, el nacimiento de un hijo son modelos universales de esta experiencia. La prisión en dictadura y el exilio fueron para mí experiencias de ese tipo; supongo que la irrupción de una enfermedad grave puede agregarse a la lista.

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El aislamiento social es una necesidad imperiosa y una dolorosa experiencia, nos empuja a la condición de los leprosos de la Edad Media, el precio para preservar la salud nos mutila en lo más humano de la condición humana, nuestra condición de seres relacionales. Tal vez para los jóvenes, los nativos de la revolución digital, el cambio de códigos resulte menos violento. En lo que me es personal, el encuentro virtual es radicalmente diferente al encuentro presencial. Pero si no hay pan, buenas son tortas, y hoy gracias a la informática podemos estar menos solos que antaño.

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La primera reacción a la epidemia es egoísta, autorreferente, como concebida por un ser diabólico para interrumpir anhelos y proyectos, los que había emprendido para sentirme vivo.

Entre negaciones y desmentidas, sabemos que envejecer y morir son parte de la vida, pero esta experiencia –como el amor– se conjuga en singular. La pandemia viene a abatir esa singularidad y nos sumerge en lo masivo, en ser un número anónimo, y viene a robarme mi singularidad, por lo menos a diluirla.

Casi de inmediato brota la vergüenza por el egocentrismo, el bochorno por sentirse único (y privilegiado) en la abolición de la dimensión colectiva de un traumatismo histórico… Luego de un corto silencio convocamos a la humanidad como remedio reparador del repugnante egocentrismo. Tengo casa, alimentos, libros, dinero para transitar la tragedia, cuando hay millones de congéneres que carecen de lo que yo dispongo. El consuelo es necesario, pero a poco de navegar en él se vuelve abrumador cuando la humanidad se hace presente en su descomunal y oprobiosa desigualdad, que la pandemia subraya.

Entiendo que el confinamiento no es lo mismo en la favela que en una casa confortable, pienso en los carteles de los barrios pobres de Bolivia en dictadura, gritando “mejor que nos mate el virus y no el hambre”. ¿Cómo conjugar la mirada hacia lo íntimo y hacia el mundo sin caer en la cursilería del humanismo? Dado que la diversidad humana es infinita, cada quien tiene derecho a su versión.

Como dice dice Bifo Berardi en la compilación titulada Sopa de Wuhan, la experiencia extrema de la pandemia va a dejar marcas imborrables en la aldea planetaria y es de presumir que esta no será la misma antes y después de la experiencia extrema, “la gripecita de Jair Bolsonaro” va a dejar sus huellas hondas. Dejo a politólogos y sociólogos el análisis de los fenómenos en curso que obligan a repensar los daños de una economía extractiva y siempre en expansión y su sustitución por el difícil equilibrio entre ecología y economía sustentable.

Leí que los epidemiólogos piensan que las génesis de las últimas pandemias se pueden atribuir a una conjunción de factores humanos, una demografía y una economía siempre en expansión que destruye bosques en su diversidad ecológica para fomentar la producción agrícola y el crecimiento exponencial de grandes urbes que apretujan a millones de habitantes en escaso espacio. Dejo este saber especializado para los epidemiólogos, virólogos, politólogos y economistas. Volvamos al campo específico de construcción de subjetividad. En su Vigilar y castigar, Michel Foucault nos da algunas pistas o andariveles, la escuela, la fábrica, el hospital, el manicomio como espacios o escenarios comunes que sentencian a lo uniforme; pensar consiste en romper esa barrera de la uniformidad y asumir los límites y dolores del encierro, y hacer con este elaboraciones creativas.

La experiencia del tiempo real y vivencial del confinamiento es más lenta. Entre el deleite y el aburrimiento nos damos cuenta hasta qué punto éramos adictos a ritmos epilépticos que nos devoraban, y ahora recuperamos momentos de silencio y soledad. Aunque la lectura, la música y el cine nos acompañan –viva la modernidad–, el analgésico no nos calma el total de lo perdido, prohibido acercarse, abrazarse, besarse, sobre todo con los seres queridos. Allí evocamos la reflexión de Walter Benjamin: compartir experiencias y vivencias y narrarlas es tan necesario para el alma como beber y comer para el cuerpo carnal.

Tal vez ha llegado el momento en este psicoanálisis del siglo XXI de no enclaustrarnos en el mundo de objetos internos que funda la realidad psíquica y abrirnos a la multideterminación de realidad culturales y sociopolíticas, manteniendo las aduanas entre ambos registros.

Marzo de 2020

  1. Viñar alude aquí al grupo de trabajo sobre el futuro del psicoanálisis constituido por la Asociación Psicoanalítica Internacional y del que participa junto a Leopold Nosek (de Brasil), Jonathan Sklar (de Inglaterra), Mariano Horenstein (de Argentina), Arthur Sheldon Leonoff (de Canadá), Peter Wegener (de Alemania) y Adrienne Harris (de Estados Unidos).

 

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