El neo-fascismo en la Cámara de Senadores de Uruguay

 Réquiem para la democracia liberal

El coronavirus en tiempos de neofascismo

Samuel Blixen

30 abril, 2020

Guido Manini Ríos en la Asamblea General. El senador se pronunció en defensa de Larwie Rodríguez y en contra de la justicia que lo procesó con prisión por el asesinato de Iván Morales durante la dictadura

De cada crisis, el capitalismo parece resurgir con mayor fuerza. Macron en Francia, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil… El mundo capitalista aprovecha el descontento ciudadano para afianzar gobiernos más autoritarios y cada vez menos democráticos que, paradójicamente, consolidan los intereses de las poderosas elites en nombre de mayorías electorales.

Este mundo no es ni pardo ni negro. Vistiendo un ambo gris oscuro, una corbata a rayas y un portafolios de ejecutivo, desayunando en Hong Kong y cenando en Múnich, transita hacia una nueva forma de globalización: el neofascismo de mercado. En principio, el matrimonio entre neoliberalismo y fascismo sugiere una imposibilidad lógica. El fascismo era representado por un fuerte sentimiento nacionalista y un Estado encerrado en sí mismo, desafiante por la cohesión de un liderazgo autoritario y prepotente. El neoliberalismo arrasó con los nacionalismos, desdibujó fronteras, edificó un mapamundi financiero, robusteció las telarañas corporativas transnacionales y aceitó, también a nivel planetario, un sistema legal de justificación del saqueo, la desigualdad, el empobrecimiento, la discriminación y la exclusión.

Sin embargo, los acontecimientos de los últimos años revelan una peculiar simbiosis: un neoliberalismo económico a horcajadas de un neofascismo político, facilitado por el ascenso de las derechas, sean estas liberales, neoliberales, autoritarias o ultras, y una izquierda que, en su retroceso, admite, concede y asimila la estrategia de la derecha, que desemboca, inevitablemente, en una ausencia de democracia: Bolsonaro arengando la eliminación del Parlamento, Trump proclamando que tiene “la autoridad total”, Manini Ríos socavando la Justicia.

Los neofascistas han encontrado en Twitter una herramienta poderosa, en particular cuando ponen en circulación una amenaza y después la borran, como ocurrió con los tuits del subsecretario de Defensa, Rivera Elgue, o multiplican la mentira, el soporte mediático que permitió que Bolsonaro conquistara la adhesión de las mayorías que serán sus víctimas. Twitter es el Mein Kampf de Donald Trump: “El verdadero poder es el miedo. Todo es cuestión de fuerza. Nunca hay que mostrar debilidad. Siempre hay que ser fuerte”, propuso un tuit engendrado en la Casa Blanca. Ese mensaje entronca directamente con el fascismo histórico, porque el fascismo nace del miedo y estimula el miedo. ¿Y acaso no fue el miedo lo que sostuvo durante diez años a la dictadura militar? ¿Acaso no es miedo lo que provoca el pacto de impunidad y extiende la desaparición forzada? ¿No es la producción de miedo lo que se esconde detrás de la defensa del general Manini de los asesinos del terrorismo de Estado? Para su satisfacción, sus antiguos enemigos aplauden reiterando una forma diabólica en su sentido antirrepublicano: se usa la Justicia para la venganza.

Así como los liderazgos autoritarios se alimentan de la “guerra contra la corrupción” para justificar su existencia (lo que no descalifica para ser también corruptos), el miedo fascista en su versión actual necesita de enemigos. En su momento, los judíos fueron el enemigo; antes, los gitanos; en la Guerra Fría, los comunistas; después, los narcotraficantes, los terroristas y, finalmente, los musulmanes, como ocurre con los turcos, los iraníes y los afganos, aunque sean la cuarta generación de inmigrantes en Alemania, Inglaterra y Dinamarca. “¿Por qué dejamos que toda esa gente de países de mierda venga aquí?”, dijo Trump refiriéndose a haitianos, salvadoreños, guatemaltecos y hondureños en enero de 2018. Hoy acaba de cerrar las fronteras a la inmigración, como lo vienen haciendo muchos países europeos con los refugiados de Oriente Medio y África.

EL NUEVO ENEMIGO. Inesperadamente, el neofascismo acaba de encontrar un enemigo a su medida planetaria: el coronavirus. La pandemia respira miedo, obliga a encerrarse en sí mismo, estimula la desconfianza; se cierra el hogar, se cierra la ciudad, se cierra la nación. El individuo depende de la autoridad, que tiene los recursos. Los gobiernos se convierten en los estrategas de esta nueva guerra. Es una emergencia, que impone decidir, con celeridad, lo que la autoridad considera el bien público, sin que haya una posibilidad real de manifestar rechazo u oposición, como corresponde a una democracia. Son los dueños de las decisiones, la información y la comunicación.

Como en toda guerra, hay “efectos colaterales” que sufren más quienes están en el borde del sistema, quienes viven en la precariedad de un ingreso mínimo. La paralización de la actividad económica aumenta drásticamente la desocupación, incrementa el hambre. El gobierno pater familias dispone ayudas paliativas con recursos públicos que habrá que reponer. La solidaridad se generaliza: se multiplican las ollas populares, los trabajadores estatales destinan parte de los sueldos altos a un fondo, la gente se sensibiliza y comparte. Otros, como las gremiales agropecuarias, amplifican su extrema generosidad: donan 100 millones de dólares, nada menos, aunque después se sepa que son “créditos fiscales”, por un lado, y fondos de organismos estatales, como el Inia y el Inac, por otro. Y algunos, sin alharacas ni consecuencias, aprovechan la circunstancia para aumentar precios, para incrementar ganancias.

Un día, imprevistamente, la curva del covid se transforma en meseta y la autoridad decide instalar una nueva “normalidad”. Es una mera coincidencia que la decisión de autorizar actividades productivas (y permitir que otras se reinstalen “espontáneamente”) surja inmediatamente después de una reunión presidencial con los representantes de las gremiales empresariales, para quienes llegó la hora de abrir la canilla. Ciertamente, para una importante porción de pequeños y medianos empresarios es absolutamente vital la reanudación de la actividad, y para una porción importante de trabajadores lo es conjurar la amenaza de la desocupación. Pero, como ocurre en otros lugares del mundo, la contradicción entre economía y salud será resuelta entre trabajadores, mientras que el capital quedará a salvo porque el presidente no sólo no está dispuesto a aplicarle nuevos impuestos, sino que, en sus propias palabras, no quiere “amputar la posibilidad de los que van a hacer fuerza en la salida de la crisis”. En esa salida, que ya se vislumbra, ejércitos de trabajadores desocupados serán la moneda de cambio. En esa perspectiva hay que interpretar las normas de la ley de urgencia sobre la Policía, y también las propuestas de Manini, en el sentido de que los policías y militares estén autorizados a portar armas. Los desocupados serán el enemigo interno.

La postura del gobierno sobre la distribución social de la carga económica de la pandemia expresa esa modalidad globalizada que sistemáticamente impulsa opciones políticas que favorecen a minorías poderosas, en bonanza y en desgracia. En las perspectivas de mediano plazo las grandes movilizaciones populares que podrían frenar o entorpecer esa modalidad del capitalismo neoliberal parecen de difícil organización y concreción, mientras que la política de derecha de la coalición oficialista, expresada en la ley de urgente consideración, seguirá contra viento y marea. Pero habrá explosiones de disgusto en una crisis que promete ser más dura que la de 2002. En ese caso, la “autoridad” tendrá posibilidades de expresarse, como lo hizo en el tema del funcionario municipal que fue maltratado e incluso agredido a balazos. El fiscal que desestimó la denuncia aceptó la versión policial de que el casquillo ubicado en el lugar se le había caído del bolsillo al policía, quien lo había guardado luego de una práctica de tiro. Los acontecimientos en Malvín Norte, donde la Guardia Republicana “vino para quedarse”, y el censo clandestino en el predio ocupado de Santa Catalina, donde “todos son narcotraficantes”, confirman que “se terminó el recreo”, una versión muy local de esa tendencia universal de la derecha a ejercer el autoritarismo. Mientras, el virus cruza Avenida Italia.

 

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