A Felipe Michelini

 Felipe

POR RAFAEL MICHELINI

22/06/2020

En estas primeras líneas, a dos meses de la muerte de mi hermano… ¡Cómo no voy a hablar de Felipe! No puedo ni quiero escribir de otra cosa.

Sé que esta invitación que tan gentilmente me hace el Portal mediomundo.uy tiene otro objetivo y es que, cada tanto, le acerque una columna sobre política, para contribuir al debate desde una perspectiva plural, pero después de varias semanas de silencio, sentí la necesidad de referirme a Felipe, porque hablar de Felipe es hablar de política, “De la cosa pública”, de lo que esta fuera de la órbita privada, de una forma o de otra. 

Es hablar también de nuestra propia infancia. Conviví mis primeros 16 años en el mismo cuarto con él, y más de una vez nos despertábamos y escuchábamos tras la puerta, las discusiones de mis hermanos y hermanas mayores con mi padre, que al terminar las reuniones del Senado, todavía le quedaba la tertulia de los Michelini´s Delle Piane´s mayores, que le exigían a Zelmar ser más vehemente en las denuncias de los atropellos de todo tipo, que hacían los gobiernos de Jorge Pacheco Areco primero y de Juan María Bordaberry después. 

Es que nuestro cuarto quedaba al lado del comedor, y las discusiones a veces eran pasionales. Tiempo después comprendí la paciencia “franciscana” de papá – mi viejo para mí -, quien insistía una y otra vez, que el único camino posible para el cambio era el de la paz. 

Como explicar lo que sentíamos con diez u once años “Felo” y doce o trece años “Rafum” – como a él le gustaba llamarme -, cuando allá por los años setenta del siglo anterior ¡Sí, siglo anterior, digo bien! nos lavábamos los dientes mirando los pegotines de “libertad para los presos políticos”, que alguno de mis hermanos había pegado en el espejo del baño. O cuando en el año 72, los milicos nos pusieron la bomba en casa y nos levantamos juntos, frente a semejante estruendo, para escuchar a mi madre contarnos como sacó a Marcos – nuestro hermano menor -, de la cuna llena de vidrios. Todavía vivíamos en democracia.

Los recuerdos sin “Felo”, se vuelven lejanos. Cómo trasmitir o a quién contarle, que entre nuestros juegos de niños estaba esa bala de cañón – obviamente desactivada -, que el General Seregni le había regalado a Felipe. Medía cerca de un metro de altura y terminaba en una punta de diez centímetros de largo con forma de aguja.  Recuerdo aquella vez que salimos corriendo del fondo de nuestra casa donde estábamos jugando un picadito, con el torso desnudo y descalzos, para ver como llegaba el Senador Enrique Erro a hablar con mi padre, y también para observar esa comitiva de patrulleros, “chanchitas” y “guanacos” (así les llamábamos a esos móviles policiales), que  seguían por toda la ciudad a Erro, antes de la votación negativa de su desafuero en el Senado. 

Como explicar que, aunque yo era dos años mayor que él, siendo niños, estaba mucho más empapado de política que yo y me comentaba sus visitas al Senado, a ver a papá y su accionar en esa inmensa mole de mármol. Todo eso me lo contaba cuando caminábamos tres cuadras hasta la casa de los Saavedra, donde íbamos a jugar al fútbol en la canchita que estaba al lado del hogar de nuestros primos. 

O cuando ya en dictadura, hasta el asesinato de papá, la bandera del Frente Amplio ondeaba en un caño de respiración de la calefacción de nuestra casa, a la vista de todos; y cada vez que la policía la retiraba, nosotros volvíamos a poner otra. Por años, en dictadura, siempre ondeó en mi casa la bandera de Otorgués. Recuerdo también cuando le conté, ya que él no estaba en casa ese día, que el Coronel Nino Gavazzo había traído a Margarita y Raúl “Polo” Altuna – su ex marido -, a casa luego de su secuestro cinco meses antes en Buenos Aires, tiempo en que no supimos nada de ellos y los dábamos por desaparecidos como miles de argentinos, para decirle a Elisa, mi madre, que ya no hiciera más denuncias internacionales por ellos. ¡Qué cinismo! El asesino de mi padre, le pedía a mi madre, que por la vida de su hija Margarita y “Polo” se callara.

Recuerdo cuando la policía allanó nuestra casa, mientras interrogaban a mi hermano Zelmar, el “Chicho”, nosotros sacábamos por la ventana del fondo los documentos de “Chicho” más comprometedores y los llevábamos a la azotea. Mientras los milicos estaban a veinte metros de nosotros. ¿Qué edad teníamos? Ni lo recuerdo, falta él para preguntárselo. Pero nos entendíamos de memoria. O cuando íbamos a ver a nuestras hermanas presas, Elisa – Eli – y Margarita, y si alguna de ellas estaba sancionada, además de perder la visita no podían recibir el paquete. La velocidad con que Felipe y yo pasábamos las manzanas, naranjas, duraznos, queso y duce de membrillo a los demás bolsos de las otras presas para que no se quedaran sin los alimentos, era meteórica. Era nuestra adolescencia. Así crecimos.

Cuando asesinaron a papá en Buenos Aires en mayo de 1976, él viajó a despedirlo; fue más valiente que yo. No pude hacerlo, no podía creer lo que habían hecho los militares de la dictadura. Todo pensado, hecho y ejecutado desde aquí. Me quedé en Montevideo organizando el entierro con mi prima María Laura. Me auto engañé con la “supuesta” organización del entierro, porque no me daba el coraje para ir a despedirlo y verlo muerto. Con diecisiete años yo no podía organizar nada, estaba destruido, aunque esa “organización” del entierro era mi acto de resistencia contra la dictadura. “Felo”, con quince años, tuvo más valor que yo y viajó.

Ya más crecidos, vinieron actos de coraje y resistencia por parte de ambos, aunque él siempre estaba un paso por delante al mío. El voto por NO en el plebiscito del año 80, el voto en blanco en las elecciones internas del año 82, como otras tantas acciones de resistencia, nos encontró siempre codo a codo en la recuperación democrática y la lucha por la libertad. Que orgullo tenía cuando Felipe habló en el acto de la fiesta de la primavera en el Club Defensor, en el año 83, convocada por ASCEEP, organización estudiantil que ayudó a crear. Verlo en el estrado hablándole a toda esa multitud de jóvenes que estábamos ahí en un Defensor desbordado, era otro acto de resistencia y no pude contener las lágrimas mientras lo escuchaba. Fue un soplo de libertad aquel encuentro de estudiantes y un acto de valentía de Felipe hablar en ese momento, cuando nuestra hermana “Eli” todavía estaba presa, en manos de los opresores. 

Luego de su oratoria, pasional como siempre, me buscó por todo el recinto y me encontró allá en lo alto en una de las gradas. Los dos necesitábamos ese abrazo infinito, que nos dimos. Nunca me lo preguntó ni nunca se lo pregunté, pero ese abrazo luego de su oratoria fue un homenaje a papá, estoy seguro. Fue “Un brindis por Zelmar”, como dice la canción. Unos meses antes, mi hermana Margarita, que había salido de la cárcel de Punta Rieles en el año 1981, le había dado la idea de “La semana de la primavera” porque Felo insistía que era el momento de movilizar a los jóvenes de ASCEEP; el tema era cómo hacerlo y ahí mi hermana le sugirió la festividad.  

Ese mismo año, le quedó marcado un palo de un coracero, en la represión que la dictadura hizo a miles de jóvenes y trabajadores, en el bar “La Papoñita” en 18 y Minas. A la noche, se sacó la remera y me mostro el machucón; una franja negra le recorría desde el hombro derecho al riñón izquierdo de su espalda. Quedé helado. “Fue por defender al Chileno”, (Jorge Rodríguez) me dijo, “es nuestro presidente y me toco hacer la seguridad”, remarcó. “Es absurdo, cuando vienen los milicos hay que correr, eso está en la tapa del libro, hay que correr; tú y también el Chileno”, le dije. Me miró sorprendido por el rezongo que le daba, se puso a reír, y yo también me sumé su risa.

Me resulta imposible explicar el orgullo que tenía, y que tengo por él, cuando se recibió de abogado en la Udelar, se especializó en DDHH en la Universidad de Columbia Nueva York, y armó una barra de amigos siempre en favor de los más débiles. No fue una sorpresa para mí que fuera el Presidente del Fidecomiso de Ayuda a las Víctimas de los Genocidios, de La Corte Penal Internacional con Sede en Roma. Quién más sino él podía llevar adelante esa tarea. Además, buscar los recursos no era nada fácil. Recuerdo su alegría pícara (y sabía la sana envidia que me daba), al mostrarme la foto con Angelina Jolie, cuando se entrevistó con ella para sumarla a la causa de aportantes para las víctimas. 

Siempre hicimos política juntos. Generalmente él tenía más razón que yo. Y por suerte, la mayoría de las veces le hice caso. En el año 1992 en París, nos reunimos mi hermano Zelmar “Chicho”, Fernando “Ñato” Lorenzo, Felo y yo, para discutir esos rumores que la 99 se iba al Partido Colorado. Decidimos no acompañar esa propuesta y hacer un camino propio. Sabía que la tarea recaería sobre mis hombros, ya que Chicho y el Ñato estaban en el exterior en ese año electoral. Aunque ambos vinieron para los últimos días de campaña y todos aportaron lo suyo, fue Felipe quien se tomó un año sabático en sus obligaciones profesionales y estuvo al pie del cañón. No me dejó solo. No me alcanzarán los días de mi vida para agradecérselo.

La inmensa votación que tuvimos lo puso en el Parlamento. Fue cuatro veces electo diputado. Legislador completo. Un gran orgullo sentí cuando asumió la subsecretaria del Ministerio de Educación y Cultura con Jorge Brovetto, y hasta hoy muchos funcionarios me recuerdan su gestión.

En el año 1995, Felipe y yo nos reunimos con el comandante en Jefe y todos los Generales para pedirles un acto de piedad con las víctimas de la dictadura y sus familiares. Esa misma piedad que hoy el Senador Guido Manini Ríos reclamó para los militares octogenarios procesados por crímenes de Lesa Humanidad. Siempre se trató de piedad; en aquella oportunidad no se les movió un pelo. Tampoco tuvo piedad Gavazzo cuando torturó por semanas a Dari Mendiondo en los años 70. Mi recuerdo por Dari es inmenso, y falleció el 7 de abril de este año, el mismo día que se accidentó Felipe… Al Dari, por el accidente de Felo, ni pude llorarlo. Pero volviendo al punto, siempre se trató de piedad y nunca la tuvieron. 

Luego estuvimos juntos en Buenos Aires hablando con el Comandante del Ejército argentino, General Martin Balza, héroe de la guerra de las Malvinas. El hizo toda una revisión de la conducta del ejército argentino, de la obediencia debida y la piedad frente al que esta caído. Qué diferencia de trato que había entre los oficiales que no tenían piedad y quienes si la tenían. 

Con Felipe siempre estuvimos espalda con espalda.  Recuerdo que, en 1996, era el más proclive a movilizar por el tema de DDHH, porque en el gobierno de Julio Maria Sanguimetti, no había ningún tipo de avances. Mi hermano Chicho pensaba lo mismo. La discusión que teníamos no era el “Qué” sino el “Cómo”. Mi preocupación era que la marcha debería convocar a todos y no a los más comprometidos, y además que la marcha no se volviera una guerra de consignas entre la propia izquierda. Así surgió la Marcha del Silencio en el año 96; nos movilizábamos en silencio, para que todos los uruguayos pudiéramos estar. Y si bien se convocaba para el 20 de mayo, cuando la dictadura asesinó a Héctor Gutierrez Ruiz, William Whitelow, Rosario Barredo y Zelmar Michelini, fecha emblemática si las había, se hacía por todas y todos los desaparecidos, reclamando información… ¿Dónde están? No debe haber algo más doloroso, torturante, que no poder enterrar a un ser querido, es una llaga en el alma permanente para cada familiar de las víctimas.

Lo hacíamos también por Manuel Liberoff secuestrado el 18 de mayo como Héctor y Zelmar y del cual su familia nunca encontró los restos. Siempre con Felipe nos decíamos que la verdad sobre papá o sobre los crímenes del 20 de mayo, por lo que ello significa, debería ser la última, porque si es la primera, parte de nuestra sociedad diría: Bueno… ya está. 

Cuando en 2002 en Buenos Aires, encontré a Simon Riquelo, el hijo de Sara Mendez, a través de unos contactos que habíamos logrado con el periodista Roger Rodríguez en dicha ciudad, necesitaba desesperadamente trasmitírselo a alguien. A los primeros que llamé para contarles la noticia fue a Felipe y a Chicho; uno estaba en Montevideo y el otro en Paris. Les conté los detalles de la entrevista que había tenido con el “supuesto” padre adoptivo, ya que hasta el momento nada estaba confirmado. A ambos les pedí actuar con cautela, porque como había escuchado muchas veces a mi padre cuando hablaba con otras personas y les decía; “te pueden estar haciendo la cama”.  Por suerte había ido con la abogada Raquel Gass, nieta del senador Gass, quien era un amigo de papá en el exilio. Ella me ayudó mucho en el hallazgo y fue testigo de todo lo que vivimos en ese momento. Una vez que se confirmó el ADN, y ya en Montevideo, me reuní en casa con Felo, el Ñato Lorenzo y Chicho al teléfono desde Paris, para ver que hacíamos. Ahí resolvimos que la noticia se conociera, por su envergadura, pero era nuestra intención bajar al máximo el protagonismo de quien lo había logrado. Entendíamos que por la lucha que llevábamos adelante, quien lo había hecho no era relevante. Los cuatro hacíamos una cuestión de principios en lo que respecta al tema DDHH, y no una cuestión de cálculo político o electoral. Felipe siempre ayudó a tener claridad en este tema.

En 2011, cuando la anulación de la ley de caducidad no prosperó en la Cámara de Diputados, por el voto de un compañero frenteamplista, estábamos destrozados. Felipe me vino a ver y quería renunciar a su banca. ¡Vaya que tenía razones para hacerlo! El diálogo fue muy breve. “¡Pero no podés renunciar, te necesitamos y te necesito!”, le dije.  “Entonces qué, nos vamos a callar” me reprochó. “No. De ninguna manera. Lo que vamos hacer es volver a empezar, como lo hemos hecho tú y yo toda la vida. ¡Volver a empezar!”, acoté, para luego preguntarle: “¿Qué dice la ley de caducidad?”. 

Me la repitió de memoria. Vaya que la sociedad uruguaya sufrió ese mamarracho jurídico y Felipe por ser abogado, aún más. “Bueno… si no la pudimos anular, entonces recuperemos la capacidad punitiva del estado para perseguir este tipo de delitos…” le dije. Le brillaron los ojitos, e inmediatamente empezó a redactarla en voz alta, tomó algunos apuntes,  me dio un beso y se fue. Días después, en trabajo conjunto con la abogada Mariana Gulla, se la presentaron a Jorge Brovetto y de ahí fue al Parlamento.  Por esa ley, redactada de puño y letra por el Dr. Felipe Michelini, (permítaseme decirlo así), es que se puede juzgar a los militares y policías acusados de delitos de lesa humanidad, ya que los plazos de prescripción se empiezan a contar a partir de la aprobación de dicha ley. 

Nobleza obliga, que cuando el proyecto de ley vino al Senado, y había que hacer unas pequeñas correcciones producto de los debates parlamentarios, después que Mariana y Felipe ajustaron la redacción final fui a mostrársela al compañero Rodolfo Nin Novoa, quien me dijo: “No me muestres nada, lo que haya corregido Felipe y tú lo suscribas yo lo voy a votar; plena confianza en estos temas”.

Felipe ideó que todo el trabajo de estos 15 años sobre DDHH que hizo la izquierda, pasase al INDDHH, para darle una institucionalidad y que el abordaje del tema Derechos Humanos fuera en el marco de una política de estado. Y así se hizo. La vida determinó que, siendo coordinador del Grupo de Verdad y Justicia, se encontraron los restos de Eduardo Bleier. 

Gerardo Bleier y su esposa Andrea, más de una vez me relataron como Felipe manejó el tema y les transmitió la noticia. Cuando pronunció el discurso en la Universidad en la despedida de los restos de Eduardo Bleier, más allá de lo emotivo de su oratoria y la contundencia de sus palabras, percibí que ahí había una pieza conceptual que todos, una y otra vez deberíamos repasar. “Eduardo, te buscamos siempre”, fue una de sus últimas frases de aquella despedida a Bleier. Sé que él lo sentía así: “que nunca abandonaríamos la búsqueda, que nunca abandonaríamos la lucha”. Nunca supusieron o sospecharon los opresores de nuestra persistencia. En ese momento no pude contener las lágrimas. Por Eduardo Bleier… si, y por el orgullo que sentía y siento por mi hermano.

Días pasados nos encontramos en mi casa con Matilde – la esposa de Felo -, su hijo Nacho y tres de mis cuatro hijos. Más allá de la tristeza que hay en nuestros corazones, contamos muchas anécdotas, varias sobre Felipe de cuando éramos niños y de algunas nos reímos mucho. Estoy seguro que le gustaría que lo recordaran así, con alegría.

En general cuando uno termina una semblanza, si es que esto lo es, transmite al final que el homenajeado fue un hombre de coraje, o un hombre de Estado, o una persona de bien.  Sobre Felipe Michelini Delle Piane, todo eso es posible y más, pero a mí… solo se me ocurre decir: ¡te extraño hermano!

Nota de Redacción: Felipe Michelini es de esos compañeros que estará siempre presente, en los ámbitos académicos, institucionales, políticos, educativos, o simplemente en reuniones de facultad, de amigos o en un asado. Resultará imposible no recordar un hecho, un dicho o una anécdota referida a su rica existencia y la lucha que libró incansablemente por ideales colectivos. Agradecemos el presente artículo, de su hermano Rafael, que nos hizo llegar un relato de los muchos momentos que seguramente atesoran quienes vivieron y convivieron con Felipe; un hombre inolvidable, pero por sobre todas las cosas, un excepcional ser humano.

 

 

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