Historia de quienes fueron asesinados junto a Michelini y Gutierrez Ruiz

Mamá, ¿quiénes son estos señores?

Por Ignacio Ampudia

6 agosto 2021

Rosario Barredo fue una militante uruguaya que apareció asesinada junto a su compañero William Whitelaw Blanco y los legisladores Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini el 21 de mayo de 1976 en Buenos Aires. En esta nota, el autor cuenta la historia de militancia de Rosario y de William, su secuestro y desaparición junto con sus tres hijos, Gabriela de 4 años, María Victoria de 16 meses y Máximo de 2 meses, y la búsqueda y el reencuentro de lxs chicxs con Juan Pablo, abuelo de Gabriela.

Rosario Barredo y Gabriel Schroeder. Foto: Archivo familiar

Fue en el Parque Lezama donde se encontraron Rosario Barredo y su hermano Fernando unos días después de la victoria de Perón en septiembre del 73. Con la respiración entrecortada, le contaba sin ahorrar detalles la angustia y la desesperación que ella y Gabriela, su hija de año y medio, habían vivido durante dos semanas en Santiago de Chile, dos semanas en las que estuvo buscando desesperadamente la forma de huir del horror desatado por Pinochet. Le costaba dilucidar si era la misma angustia que sintió el 14 de abril de 1972, cuando las Fuerzas Conjuntas asesinaron por la espalda a su esposo Gabriel Schroeder, comandante del MLN- Tupamaros en Montevideo, o si más bien esa angustia tuvo que conjugarse sin remedio con la inmensa alegría que sintió cuando Gabriela nació el 24 de abril de 1972. Desde que empezara a militar en el MLN allá por 1970, su vida se había caracterizado por cabalgar las emociones y las contradicciones de una generación que seguía soñando con cambiar el mundo.  

A sus 24 años, Rosario ya acarreaba sobre su espalda demasiadas experiencias como para seguir sosteniendo las mismas ideas que sostenía con poca vehemencia pero mucho aplomo durante sus años de militancia estudiantil en la facultad de Medicina, o cuando se integró en una columna del MLN o cuando fue designada subcomandante política o cuando quiso ser madre y seguir haciendo la revolución y sus superiores, como recompensa, la relegaron a tareas de tercera fila y ella sólo se repetía que el mundo nuevo precisa gente nueva, si no, ¿de qué revolución estamos hablando? Luego llegó el asesinato de Gabriel, la cárcel, el exilio en Chile y, a los pocos meses, el golpe y todo eso con Gabriela en brazos, con memas y pañales y con la convicción de que juntas eran todo lo que querían ser. 

En Buenos Aires, al igual que en Santiago, Rosario se reconectó con el MLN. En sus nuevas tareas coincidió con William Whitelaw, tupamaro exiliado en Chile desde finales de 1970, y junto con él se encargaron de recibir y acomodar a todos los compañeros que iban logrando zafar de la dictadura de Pinochet. En esas tareas en las que pateaban la ciudad de arriba abajo, se fueron conociendo. Se contaban, se hablaban de todo lo que habían pasado, lo que habían pasado los dos, que no era poco, pero tampoco era tanto como para no poder seguir adelante, como para no sentir de nuevo. Como para no poder enamorarse otra vez. Y eso hicieron y en esas fue que nació Victoria en enero de 1975. 

 

Máximo, Rosario y Gabriela Schroeder. Foto: Archivo familiar

Esa victoria era quizá la premonición del nuevo camino revolucionario que estaban emprendiendo. A mediados de 1974, William y otros tres compañeros renunciaron a sus cargos en la dirección del MLN por los desencuentros ya irreconciliables que venían sosteniendo con algunos compañeros para los que la lucha armada era la única vía posible. Sin embargo, para William y otros tantos, la lucha armada ya daba sobradas muestras de agotamiento y, lo que era aún más importante, la lucha armada era una opción inoperante desde cualquier perspectiva ética. The times they are a-changin’, decía Bob Dylan. Los sesenta se habían terminado, ya no iban a la universidad, el avance dictatorial se confirmaba imparable en el continente, la represión era cada vez más implacable y estaban lejos, muy lejos de ganar en un campo de batalla para el que no estaban ni preparados ni mucho menos entrenados. Se imponía entonces un cambio de rumbo.    

Entre acusaciones de traición y desvío de fondos a cuenta de las tareas de William como responsable de finanzas, los cuatro, seguidos por una buena cantidad de compañeros, renunciaron a la militancia en el MLN para fundar el Nuevo Tiempo, un espacio político no armado enfocado en la construcción de un partido de masas. El Nuevo Tiempo no tardó en integrarse en la Unión Artiguista de Liberación que nació como un frente político abocado al derrocamiento de la dictadura uruguaya como único objetivo de su plan de acción. Rosario y William fueron representantes de su espacio político en ese frente en el que compartieron horas y horas de discusión y articulación con, entre otros, Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, senador uno y presidente de la Cámara de Representantes de Uruguay el otro, ambos exiliados en Buenos Aires desde mediados de 1973.   

No tardó Rosario en abandonar el espacio orgánico de participación política. Gabriela, a punto de cumplir tres años y Victoria, con meses, eran casi su única militancia. Se mudaron a una casa en Caballito, una casa de dos pisos y una gran terraza que compartían con familiares de William, casa que se fue vaciando a medida que fueron llegando los calores del verano. Desde la nueva casa, Rosario combinó la crianza de sus hijas con la coordinación junto a William de un operativo dirigido a ir sacando de Buenos Aires rumbo Francia a todos los compañeros amenazados por la creciente actividad de las fuerzas represivas uruguayas que ya operaban de forma clandestina en Buenos Aires. En esas estaba cuando llegó Máximo, su tercer bebé, nacido en marzo de 1976, unos días antes del golpe de Videla y tan solo dos meses antes de la noche en la que fueron secuestrados. 

Gabriela y su perro corbata, secuestrado también. Foto: Archivo familiar

Aquella noche, la del jueves 13 de mayo, cerca de las dos de la madrugada, unos tipos con gabardina y armas largas bloquearon las salidas de la calle Matorras con un par de furgonetas. Otros se bajaron de un Falcon y aporrearon la puerta de la 310. “Policía Federal”, gritaron antes de entrar en tromba, como barra brava, en la casa. Lo primero que hicieron fue separar a Rosario y William. “Mamá, ¿quiénes son estos señores?” acertó a preguntarle Gabriela a su madre. “Unos amigos, pero ya se van”, le dijo, aunque la niña no llegara a comprender por qué aquellos señores hablaban tan alto. Los que chillaban eran argentinos pero el que hacía las preguntas era uruguayo. Rosario reconoció el acento de otros dos compatriotas. Se trataba de un operativo conjunto en el que los argentinos querían plata y los uruguayos querían plata e información. Durante horas buscaron unos millones que no existían más que en la imaginación de quienes los habían cantado. Tan convencidos estaban de que William y Rosario manejaban recursos, que destrozaron todas las paredes de todas las habitaciones de la casa. Rasgaron colchones, reventaron jarrones, juguetes, platos, vasos, armarios y lo que juzgaron de valor, lo metieron en un par de valijas y se lo llevaron. Por llevarse, se llevaron hasta el perro. Todo servía. Todo era botín. Todo era saqueo. 

Con las primeras luces, a Gabriela la tiraron escalera abajo envuelta en una alfombra. La cicatriz de su barbilla así lo atestigua. A ella se la llevaron junto a sus hermanos y su madre. Rosario suplicó que a los niños los dejaran con unos vecinos, pero el oficial uruguayo le dijo que no tenía que preocuparse porque “el problema es con los mayores”, como si secuestrar niños no fuera parte de las torturas, como si utilizarlos para sonsacar información a los padres nunca hubiera formado parte del plan.

Victoria y Gabriela en la puerta de su casa en la calle Matorras. Foto: Archivo familiar

Durante cuarenta y cuatro años, Gabriela creyó haber estado secuestrada en Automores Orletti por donde tantos uruguayos y uruguayas pasaron. Sonaba razonable pero no son pocas las veces que la lógica riñe con la memoria y tampoco fueron pocas las ocasiones que Gabriela no encontró relación entre los planos que le mostraban y los recuerdos fotográficos de los espacios en los que pasó aquellos días. Con la misma seguridad que decía no reconocer Orletti sí se ubicó al ver la planta de la casa de la calle Bacacay que funcionó como centro clandestino en la misma cuadra que Orletti. Ya fuera en Orletti o en Bacacay, o en ambos lugares, a William y a Rosario los interrogaron durante días, días en los que Gabriela, con cuatro años recién cumplidos, se erigió en la protectora de sus hermanos sin saber – ¡cómo saberlo! -, que ahí fuera, Juan Pablo Schroeder, padre de Gabriel y abuelo de Gabriela, no había demorado más que unas horas en cruzar el río para iniciar la búsqueda desesperada de su familia.

Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz fueron secuestrados en las primeras horas del 18 de mayo. A ambos los venían vigilando desde hacía meses por su actividad opositora al régimen dictatorial uruguayo hasta que en las más instancias se resolvió su secuestro y asesinato bajo la premisa de que aquello pareciera un ajuste de cuentas entre terroristas. Por eso, cerca de las nueve de la noche del 21 de mayo de 1976, en la intersección de Perito Moreno y Dellepiane, se dijo que había aparecido un Torino con los cadáveres de Michelini, Gutiérrez Ruiz, Rosario y William. En el tablero del auto, un comunicado en el que un comando del Ejército Revolucionario Popular se atribuía los asesinatos por traición a la revolución. Aparte de las autoridades de ambos países, nadie dio crédito a esa versión. 

Juan Pablo enterró a Rosario en la Chacarita. Sobre su tumba dejó tres rosas rojas, una por cada uno de sus hijos. Sin apenas tiempo para encajar el durísimo golpe, se lanzó ya a la desesperada a la búsqueda de Gabriela, Victoria y Máximo. Apoyado en su hijo Gustavo, que trabajaba como corresponsal en el Corriere della Sera, y armados con las fotos de los niños, recorrieron hospitales, seccionales y orfanatos en busca de alguna noticia, pero sólo encontraron condescendencia e indiferencia las más de las veces. El tiempo corría en su contra y los secuestradores lo sabían. Gabriela tiene bien grabado en la memoria el momento en que la separaron de sus hermanos y a ella la llevaron a una casa en la que le dijeron que podía agarrar toda la ropa que quisiera de una valija que había sobre la mesa. Y eso hizo ella, agarrarla para acto seguido tirarla por la ventana mientras preguntaba dónde estaban sus padres. “Ya es demasiado mayor” debieron pensar en esa primera casa, de modo que el oficial uruguayo que se había convertido en su sombra la llevó a otra casa donde Gabriela encontró, entre muchos muñecos, su muñeco negro. Volvió a preguntar por sus padres mientras los iba descogotando uno a uno.  

La resistencia de Gabriela se condecía con el empuje de un abuelo y un tío, Gustavo, al que ahora se había sumado otro, Fernando, en el rastreo de cualquier indicio, por ínfimo que fuera, del paradero de los niños. Incluso llegaron hasta la ESMA por recomendación de Robert Cox, director del Buenos Aires Herald, donde por motivos obvios les dijeron que ahí no sabían nada de nada. Aunque sobraba esperanza, las fuerzas empezaban a flaquear. Ya había pasado una semana desde los asesinatos y dos desde el secuestro. Era esencial que el tema no se enfriara en los medios, pero, para Juan Pablo, era todavía más importante que el mensaje que llegara fuera el de un abuelo que apelaba a lo más básico de los afectos, al amor por su nieta, a la indefensión y la absoluta inocencia de los niños. Por eso escribió una carta dirigida “a la más encumbrada autoridad del país y al más humilde de los habitantes” en la que rogaba que les devolvieran a los niños para educarlos en el amor, incluso en el amor a los que les quitaron la vida a sus padres. 

Gabriela Schroeder. Foto: Archivo familiar

Quizá fuera el efecto de la carta, quizá fuera la evidente imposibilidad de colocar a Gabriela en ningún lugar que no fuera con su familia, quizá fuera la campaña en prensa internacional lo que hizo que, en la mañana del 29 de mayo de 1976, Juan Pablo recibiera la llamada por la que tanto había luchado. Al otro lado de la línea una voz funcionarial le decía que alguien había dejado a dos niñas y un bebé en un centro de salud y que los iban a llevar a una comisaria de Vicente López. 

Aquel trayecto se les hizo eterno. Entre los nervios, la ansiedad, la esperanza de que fueran ellos y, por qué no, el terror a que no lo fueran, cruzaron la ciudad hasta llegar ante las preguntas de rigor de un funcionario policial que se limitó a mover la cabeza en dirección a la ambulancia que acababa de estacionar en la puerta. Juan Pablo salió el primero y ahí, en la vereda, exhausto pero henchido de gozo, no pudo evitar el llanto cuando vio correr a Gabriela hacia él. Se arrodilló y la recibió con el quizá fuera el abrazo más deseado de toda su vida, el abrazo más perseguido, el abrazo por el deber cumplido, el abrazo que Rosario bien supo que se darían. Gabriela se lo confirmó a su abuelo: “mamá me dijo que ustedes nos cuidarían”. 

Ignacio Ampudia (Madrid, 1982) es novelista e historiador Ha centrado sus investigaciones de posgrado en temáticas relativas a las violaciones de los derechos humanos y terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico-militar en Uruguay.

 

 

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