Historias desobedientes: hijos e hijas de genocidas

CON ANDREA TRESZCZAN, ANALÍA KALINEC Y VERÓNICA ESTAY

Todos dañados

Daniel Gatti
6 agosto, 2021

 

Con dos hermanas mellizas que se contactaron hace algunas semanas con los desobedientes argentinos, va creciendo, de a poquito, el número de hijos y familiares de represores uruguayos que toman distancia de sus padres implicados en delitos de lesa humanidad y están dispuestos a, algún día, hacerlo público.

Integrantes de Historias Desobedientes en la marcha Ni Una Menos, el 3 de junio de 2017, en Buenos Aires 

Ya no es solo uno. Son tres. Por ahora no se conocen sus nombres ni sus historias, «pero así comienza esto: cuando se produce un quiebre colectivo o individual, sobre todo individual», dice a Brecha desde Buenos Aires Analía Kalinec, quien en 2017 fundó el colectivo Historias Desobedientes, que hoy agrupa a decenas de familiares rupturistas de genocidas.1 Fue con Kalinec que se contactaron desde Montevideo las dos hermanas hijas de militares uruguayos. «Dar ese primer paso de querer vincularse con otros en la misma situación es lo fundamental», dice la argentina. Y piensa –lo supone desde lejos– que el hecho de que este tema haya trascendido a la esfera de lo cultural es un signo de que en Uruguay se está iniciando un proceso que, aunque no desemboque en un estallido a la argentina, sí puede dar lugar a que los desobedientes de aquí por fin emerjan.

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Collar de perro es el título de una obra teatral que llegó a tener 13 funciones a fines del año pasado en El Galpón. El cierre de las salas debido a la pandemia hizo que las otras cinco previstas no se pudieran representar, pero la obra vuelve a las carteleras este mes, primero en la sala Florencio Sánchez, del Cerro, y luego en el Centro Cultural Terminal Goes,2 y se prevé que forme parte de la oferta del Festival de Artes Escénicas de Montevideo, en enero.

La obra pone en escena a cuatro hermanas de edades bien dispares, hijas de un general retirado acusado de crímenes de lesa humanidad cometidos bajo una dictadura que no se identifica. El general está en prisión domiciliaria preventiva, a la espera de la sentencia definitiva. «La obra se organiza en torno a las hermanas: qué actitud toma cada una ante ese padre cuyo pasado desconocían por completo», cuenta a Brecha su directora, Andrea Treszczan. Una de las hijas está encargada de organizar el festejo del cumpleaños 80 del general, un cumpleaños que se arruina porque «los rumores de la sociedad» se cuelan en la casa búnker, como se cuelan también a partir de lo que la hermana menor, una estudiante que nació después de 1985, va conociendo en la universidad sobre la historia de su padre y el país. Las cuatro tienen evoluciones diferentes: desde la ruptura con su padre hasta la justificación total de la actitud de este y la asunción de su discurso y del de la dictadura, pasando por reacciones matizadas del tipo: «Y, bueno, que la Justicia lo condene. Pero es nuestro papá y tenemos que acompañarlo». El general nunca aparece en escena; solo se lo adivina a través de un juego de luces, «latente, omnipresente desde su silencio». Y está el perro del título, que no para de ladrar.

A este tema Treszczan –debutante en la dirección teatral: viene del palo, dice, del cine y la danza, y también es novelista– llegó casi que de manera colateral. Cuatro actrices formadas en Polizón Teatro le propusieron que dirigiera una obra que al principio tenía como eje a la hija de un asesino que se cuestionaba cómo situarse ante ese padre. A ella la idea no le sedujo del todo, pero le dio la vuelta, y así fue como, tras más de un año de investigación, llegó a las mujeres –en ese momento eran sobre todo mujeres; hoy son más los hombres, según dice Kalinec a Brecha– que habían creado Historias Desobedientes.

Treszczan le escribió a una de ellas, Mariana Dopazo, hija de Miguel Etchecolatz, uno de los genocidas argentinos más emblemáticos. No recibió respuesta, pero siguió adelante con la idea. La presentaron al Programa de Fortalecimiento de las Artes, de la Intendencia de Montevideo, ganaron y, gracias a ese premio –«Uno de los más dignos, porque les asigna un salario a todos los que trabajan en la obra»–, la montaron. La retocó unas 13 veces –«El oficio de la escritura es la reescritura», apunta–, hasta que encontró el tono y el estilo que más la conformaban. Incluso, con algunos toques de comedia, «para que uno pueda meterse en una tensión que, si no, sería insoportable». Todos se involucraron en la historia: actrices, escenografistas, vestuaristas.3 Las actrices y la propia directora imaginaron cómo sería la casa del general y cómo se dividirían los espacios en los que las hijas se moverían, separados por tabiques.

«No estamos habituados, cuando se evoca la dictadura, a enfocarnos en el otro lado, en esa gente que se plantea dilemas ajenos a los que se plantean las víctimas de la tortura y los familiares de los desaparecidos y los asesinados, y que está ante opciones éticas que le puede llegar a cambiar por completo la vida, como les sucedió a los integrantes de Historias Desobedientes», dice Treszczan. Collar de perro está inspirada, en parte, en la historia de Kalinec, y el perro del título es una evocación de aquel ovejero alemán que durante la larga entrevista que José Gavazzo dio al diario El País (5-V-19) ladraba y ladraba, hasta que el represor se levantó, fue hacia él y le apretó el collar para hacerlo callar. «La violencia en estado puro. En la obra está presente, además de la violencia de la represión, la violencia patriarcal, sorda o directa. En Collar de perro cuatro mujeres adultas conviven con su padre sin cuestionar por muchos años el mandato paterno. Hasta que por algún lado se rompe», dice Treszczan.

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Historias Desobedientes se dio a conocer públicamente el 3 de junio de 2017 con una banderola propia en medio de una marcha de Ni Una Menos en Buenos Aires.

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Cuando se enteró de que al otro lado del charco se iba a representar una pieza teatral basada en su vida, o casi, Kalinec se contactó con la creadora de la obra. Treszczan le envió el guion y a Kalinec le gustó. Y «quiso la casualidad que Collar de perro se estrenara el día del cumpleaños» de la argentina. «Son esos azares tontos que te hacen pensar que hay algo que cierra», cuenta la uruguaya.

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Kalinec nació en 1979 en Buenos Aires. Segunda de cuatro hermanas, todas nacidas en dictadura, creció, dice a Brecha, «en épocas de impunidad, dándole la espalda por completo a todo lo que pasaba en el país». La suya era una familia tradicional de clase media alta vinculada a la dictadura. Papá Eduardo, comisario; mamá, ama de casa. Colonias en el Club de la Policía Federal, amigos en el entorno policial, educación en colegios católicos desde la primaria hasta recibirse de maestra en los Maristas: «Todo muy endogámico. Vivíamos en una burbuja y con papá yo tenía una relación superafectuosa».

La entrada en la universidad pública, para estudiar psicología, le produjo su primer shock: «Imaginate: descubrí que no todo el mundo era católico y que del pasado reciente se hablaba sin complejos como de una dictadura, aunque yo no establecía ningún vínculo entre todo eso y alguien de mi familia. Era cosa de otros». En la universidad conoció a quien sería el padre de sus dos hijos, un hombre de familia anarquista. Otro mundo. Pero «el shock más importante» lo experimentó en 2005, cuando, bajo el naciente kirchnerismo, se anularon las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y «no pasaron ni dos minutos» que su padre fue detenido, acusado de más de 180 casos de tortura, secuestro y asesinato en los centros clandestinos del Club Atlético y El Olimpo.

Analía tenía unos 25 años y un hijo de 2. «Vivía en el limbo. Durante toda mi vida no me había enterado de nada», dice. En esos tiempos el mandato familiar era que había que hacer frente común con el comisario, no interrogarlo, no incomodarlo. Ella igual preguntaba. Las visitas eran largas en esa cárcel, que no era tal, sino un club de campo en el que los domingos se organizaban asados. El padre le respondía que no se preocupara, que se trataba de una venganza de una manga de zurdos y que en poco tiempo saldría libre.

Pero, a medida que iba sabiendo cosas, Analía se iba volviendo más inquisidora y su padre, más cáustico. «Él estaba tan acostumbrado a la impunidad que nunca pensó que iría a juicio. Pero en 2008 su causa fue elevada a juicio oral y allí pudimos acceder a toda la documentación del proceso. Fue tremendo. Iba leyendo las declaraciones de los sobrevivientes, los testimonios, y rogaba que no apareciera el nombre de mi padre. Hasta que me topé con un apartado dedicado a Eduardo Kalinec, que en los campos era conocido como doctor K, a quien se acusaba de atrocidades. Después de eso no me quedaron dudas», cuenta. En agosto de ese año, una Analía que ya era madre de dos hijos tuvo la última conversación con su padre. Eduardo Kalinec ya no negaba, se justificaba: «Me decía: “Era una guerra y yo tenía que salir a ponerles el pecho a las balas”. Yo le respondía: “Pero eran estudiantes como yo, papá, y no los mataste en una guerra”». «Imaginate que van a poner una bomba y vos podés evitar que muera gente, ¿no lo harías?», le retrucaba el doctor K. Ella le respondía: «¿Vos me estás pidiendo que justifique la tortura?». Al otro día de esa última charla presencial, Eduardo Kalinec llamó a Analía a su celular para soltarle: «Necesito que me digas que me querés». Ya no hablaron más.

En 2010, Eduardo Kalinec fue condenado a cadena perpetua. Un año antes su hija había dado la primera entrevista sobre su caso a una amiga periodista: «El tema ya había desbordado el ámbito familiar. Mi hijo de 4 les había contado a sus compañeritos de jardín que su abuelo estaba preso porque había matado a muchas personas. Y que él igual extrañaba a su abuelo. Me llamaron del jardín para decírmelo. Ahí me di cuenta de que yo también tenía que hablar y de que podía hacerlo».

La ruptura con su familia se consumó por esos tiempos. Una de sus tres hermanas, la mayor, se apartó por completo del tema, pero las otras dos, personal civil de la Policía Federal, hicieron bloque con el padre. Con su madre, ya enferma de leucemia, Analía tuvo una relación difícil. «Se me levantó un muro. No me invitaron más a nada y yo también empecé a resguardarme de esa familia que me hacía mal. Cuando muere mi madre, en 2015, mis dos hermanas de la Policía y mi padre inician un juicio en mi contra para desheredarme. Mi papá presenta un escrito en el que yo aparezco como una persona captada por activistas en la Facultad de Psicología que a partir de allí se aleja de su familia, en especial de él, preso injustamente y sin condena. Una tergiversación total, porque él ya había sido condenado por crímenes comprobados», cuenta. En febrero Eduardo Kalinec se presentó ante la Justicia para que le otorgaran salidas transitorias. Su hija se opuso: «Demostré que no se había arrepentido de nada y que mi vida podía peligrar». El pedido del comisario fue denegado.

A diferencia de Mariana Dopazo y otras hijas de genocidas, Kalinec no pidió a la Justicia que le permitiera portar solo el apellido materno. Llevaré su nombre se titula el libro autobiográfico que acaba de publicar en Marea Editorial: «Yo decidí plantarme y decir que soy la hija de Eduardo Kalinec, que vengo de ahí y que opté por hacer de mi vida una historia completamente diferente. Y también que mi apellido me pertenece y que ni él ni nadie puede desheredarme; que fue él el que deshonró a su familia. Un cambio de apellido no me modificaría nada. Son cosas que dependen de la subjetividad de cada una. El costo emocional de todo esto fue alto, pero también pienso que ha sido un proceso liberador y que he podido transformar ese pasado en un acto de militancia».

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Lo de Verónica Estay es totalmente distinto, aunque, por lados un poco oblicuos, confluya con los demás integrantes de Historias Desobedientes. Todo es «muy complejo» y hasta paradójico en el recorrido de esta joven cientista política, nacida en México y de padres chilenos. Hace una punta de años vive en París. Nunca lo hizo en Chile, pero se siente chilena y habla español como tal. Sus padres fueron presos políticos y exiliados de la dictadura de Augusto Pinochet, pero es parte de la filial chilena de Historias Desobedientes porque un tío, al que nunca conoció, fue uno de los mayores delatores de la historia del Partido Comunista (PC) de su país y es considerado el responsable directo de la muerte de varios de sus excompañeros.

Apodado Fanta, Miguel Estay, el tío de Verónica, era uno de los responsables del aparato clandestino del PC chileno. La Policía pinochetista lo detuvo en 1976. Lo torturaron salvajemente y lo quebraron. Estay contribuyó desde entonces al desmantelamiento de la estructura clandestina del PC, asistió a «interrogatorios» y en 1985 participó en lo que se llamó «el caso degollados»: el asesinato a cuchillazos de tres profesores comunistas. Los padres de Verónica cayeron después de Estay, estuvieron presos un tiempo y luego se exiliaron en México, donde también fue a parar su abuelo paterno. Ninguno de los tres retornó jamás a Chile. De Fanta, condenado a cadena perpetua, el abuelo y el padre de Verónica jamás hablan.

«Siempre supe que tenía por allí un tío traidor, pero de eso se hablaba muy poco en la familia. Mi mamá nos contaba a mi hermano y a mí lo que había pasado. Ella era el vehículo de la narración, pero el tema del tío era como un secreto de familia. Durante 25 años no indagué y luego pasé otros cinco o seis dedicándome a investigar lo que había sucedido con mi tío», relata Verónica a Brecha desde París. La portación de apellido la disuadió de acercarse a grupos de izquierda en los que había querido militar. Le daba vergüenza: decir Estay era como mencionar al monstruo mayor y temía que se la asociara con él, no con sus padres. Con el tiempo se dio cuenta de que ese temor no era tan infundado: «Hace poco, en una reunión, me presentaron como Estay a una muchacha. No me dijo una palabra: me miró y se fue».

En uno de sus viajes a Santiago, Verónica conoció a José Luis Navarrete Rovano, un documentalista hijo de un general de la dictadura que por entonces estaba vinculado a los desobedientes argentinos, antes de convertirse en el fundador de la filial chilena del colectivo (véase «Una historia que ya no se aguanta», Brecha, 2-VII-21). Pepe Rovano –así se lo conoce hoy– invitó a Verónica a incorporarse al grupo. Ella dudó mucho, pero en agosto de 2017 finalmente aceptó: «Me convencí de que podía convertirlo en un sitio de militancia para aportar, desde el otro lado, a la misma causa. Así fue. Tengo una historia totalmente diferente a la de todos ellos, pero compartimos una vergüenza –aunque en mi caso sea más atenuada– y una misma voluntad de denuncia».

Con sus padres, sin embargo, la cosa no le fue fácil a Verónica: «Siempre me dejaron mucha libertad. Pero cuando presenté en Santiago Escritos desobedientes, un libro que recoge las historias de la gente del colectivo, se lo mandé a ellos con una dedicatoria y sé que les molestó. Les decía algo así como que estaba llevando la misma lucha que ellos, a partir de lo que ellos habían sembrado, aunque fuera desde un lugar distinto; que había una continuidad, aunque fuera desde un lugar distinto. No les agradó nada nada. Una vez, en una discusión, mi madre me dijo que me estaba juntando con hijos de criminales». Verónica sintió entonces, «en algún lado», que en una familia «marcada por la traición» ella también estaba traicionando: primero, al romper el silencio impuesto sobre el tío delator; luego, al sumarse a un grupo con «hijos de asesinos». Con su jerga de politóloga, dice: «Es lo peor de la doxa –una doxa muy potente– eso de que de tal palo tal astilla. Mis compañeros de Historias Desobedientes están haciendo, sin embargo, un gesto muy valiente».

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Verónica pudo pasar el Rubicón. Ahora forma parte de la Asociación de Familiares de Ex Presos Políticos chilenos. «Blanqueé toda mi historia y tuve un recibimiento cálido», cuenta. Pero lo que más rescata es que un día, en una conferencia, se cruzó con el hijo de uno de los militantes comunistas degollados en el 85. Los dos exponían. Luego conversaron: «Fue muy fuerte para los dos. Y él me dijo: “En realidad, estás de este lado: sos hija de presos políticos”». Ella siente que está «de este lado» también por lo que hace desde Historias Desobedientes. «Después no nos volvimos a ver. Necesitamos tiempo. Pero, para mí, ese reconocimiento fue importante. Estamos todos muy dañados», expresa.

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Treszczan no sabía de la existencia de los tres uruguayos que rompieron con sus padres y horadaron la muralla de la familia militar. «Acá hay historias obedientes», afirmó en otra entrevista. El quiebre todavía no público de estos hijos e hijas de represores «es una buena cosa», le dijo a Brecha. Para Verónica, el número de desobedientes habla del grado de memoria de una sociedad. En Argentina superan el centenar; en Chile, la decena. «Hay una diferencia», dice. En Uruguay todavía estamos en pañales.

  1. Sobre la historia de este grupo y su evolución argentina y transfronteriza, véanse «Las otras víctimas», «Historias desobedientes» y «Una historia que ya no se aguanta» en las ediciones de Brecha del 19-V-17, 9-VI-17 y 2-VII-21, respectivamente.
  2. En el Florencio Sánchez se presenta el viernes 20 a las 20.30 y en el Centro Cultural Terminal Goes el viernes 27 a las 20.00.
  3. Texto y dirección: Andrea Treszczan. Actrices: Rachella Limongi, Laura Álvarez, Patricia Gondar, Agustina López, Emilia Palacios. Escenografía y luces: Tamara Couto, Matías Vizcaíno y Lucía Tyler. Afiche: María Luisa Müller. Producción: Miriam Pelegrinetti.

 

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