El silencio, marchando
La primera Marcha del Silencio.
Daniel Gatti
Cuando en 1996 se convocó la primera Marcha del Silencio, las causas judiciales por violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura estaban totalmente paralizadas. No había tampoco movilización social por el tema, o era muy escasa. Aquella primera marcha fue, en ese contexto, un sacudón. Por la presencia masiva de gente en la calle, por la participación de jóvenes, y hasta por el mismo silencio de los marchantes, que rompía los oídos. Apenas interrumpido por la repetición desde los parlantes de los nombres de los desaparecidos o los aplausos, el silencio, entonces, impresionaba, y aparecía como un contrapunto perfecto a ese otro silencio que resonaba más fuerte aun: el de los represores, y el de la gigantesca mayoría de una dirigencia política sumergida o bien en un mar de complicidades o bien en la parálisis o en la indiferencia.
La marcha, con los años, se instaló y en cierta manera se volvió “ineludible”. El deber ser del “estar allí” se impuso incluso a muchos de aquellos que con sus actos concretos contradecían su presencia en los 20 de mayo y las consignas que presidieron cada una de las 23 ediciones de la manifestación, hasta las más “razonables”, hasta las más “moderadas”.
A esas duplicidades, el tiempo, los hechos, la reiteración de los hechos, las fue borrando, y se fueron decantando, acaso, dos campos: el de quienes –en serio– quieren saber y hacer justicia, y el de quienes, por los motivos que sea, lo rechazan, lo consideran inútil, inviable, peligroso.
La marcha de este último domingo fue, tal vez, de las más concurridas. Hay, en la gente que participa en estas marchas, un hartazgo ante la inacción, una tolerancia cada vez más cercana al cero ante las ambigüedades y un desafío acentuado a la indiferencia y al silencio del conjunto del aparato del Estado.
Ignacio Errandonea, de Familiares, dice que globalmente los poderes públicos no tienen ante los represores la actitud que se pregona cada vez con mayor virulencia ante cualquier otro criminal, incluidos aquellos que cometieron delitos mucho menos horrorosos y socialmente dañinos que los militares y civiles de la dictadura. “Estamos esperando que los delincuentes de aquellos tiempos nos informen qué es lo que hicieron. Con la delincuencia común no actuamos así”, dijo. Y remarcó que limitarse a denunciar los “pactos de silencio”, como han hecho algunos actuales gobernantes, suena a pura excusa si al mismo tiempo nada se hace para disolverlos. “Todos los mafiosos hacen pactos de silencio, sí. Son los pactos típicos entre delincuentes. Cuando se trata de un robo, de un homicidio común, la policía intenta romperlos, la justicia también. Cuando se trata de represores, no. Uno se pregunta por qué desde arriba no se dan las órdenes necesarias para romper estos pactos de silencio y para investigar las desapariciones.”
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El Observatorio Luz Ibarburu (Oli) se ha encargado de reunir y sistematizar información sobre las violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura de manera mucho más eficaz y coherente que cualquiera de las (numerosas) estructuras creadas en los últimos años por el Estado. También patrocina causas, y los integrantes de su equipo jurídico recorren los juzgados, preguntan, inquieren, molestan. Uno de sus jóvenes integrantes dijo, hace un par de años, a Brecha (20-V-16) que sin ese insistente machaque muchos expedientes no se hubieran movido ni un poquito. El observatorio hace a menudo el trabajo que le hubiera correspondido al Estado, de la misma manera que han sido particulares (asociaciones, militantes políticos, periodistas) quienes han llevado a cabo la gran mayoría de las investigaciones sobre estos temas.
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A comienzos de mes, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) pidió al Estado uruguayo informaciones sobre el caso del Comando Pedro Barneix, una estructura paramilitar que hace año y medio amenazó de muerte a 13 personalidades uruguayas y extranjeras. Nada pudo informar el ministerio, porque en nada se avanzó al respecto, pero sus autoridades se dirigieron al observatorio para preguntarle si tenía novedades. Es el Estado el que debe investigar, respondió la asociación, y recordó que ni la justicia ni los servicios de inteligencia habían siquiera relacionado las amenazas de ese comando con otros hechos similares –también muy recientes y tampoco investigados– que podían hacer pensar en un patrón de acción común y conducir –tal vez– a armar el rompecabezas.1 Lo poquísimo que se sabe del caso (el origen de los emails) lo averiguaron algunas de las víctimas de las amenazas y universitarios.
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Dice la investigadora italiana Francesca Lessa, una de las 13 personas amenazadas por el Comando Barneix, que sobre fines de 2016 tuvo una discusión con sus amigos del Oli. Los integrantes del observatorio, contó (La Diaria, 29-I-18), pensaban que en 2017 unas siete causas abiertas podían entrar en su fase final. Transcurrido todo el año, sólo una avanzó. En octubre pasado la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad. Son delitos ordinarios, estableció, abriendo la puerta a que nunca sean juzgados. La corte está “en desacato”, consideró en febrero pasado el presidente de la Cidh, Francisco Eguiguren. “Uruguay firmó convenciones que declaran imprescriptibles a los crímenes de lesa humanidad, y esa disposición viola esos tratados. Ninguna independencia judicial lleva al desconocimiento de obligaciones internacionales”, dijo, sabiendo acaso en su fuero íntimo que es muy probable que, si del Estado depende, nada cambie en profundidad.
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Pablo Chargoñia, coordinador jurídico del Oli, cree positiva la creación, en marzo, de una fiscalía especializada en derechos humanos. “Hace mucho que los organismos humanitarios venimos reclamando una instancia centralizadora de estas causas”, dijo, pero también apuntó que así como está –con tan poco presupuesto, tan pocos funcionarios, y tantos casos para asumir– esa fiscalía, cuyo responsable, Ricardo Perciballe, ordenó días atrás el ingreso al Batallón 14 en busca de restos de desaparecidos, se verá rápidamente desbordada. Hay islotes, pero el Estado uruguayo sigue siendo todavía, globalmente, en sus tres poderes, “un Estado impunidor”, subraya Chargoñia.
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A ese desborde de los bienintencionados, al paso del tiempo, a la recreación del miedo y a la instalación consecuente de la indiferencia juegan quienes desde todos los ámbitos ponen palos en la rueda a las investigaciones y a la justicia, piensa el octogenario militante humanitario brasileño Jair Krischke, otro de los amenazados por el Comando Barneix. El temor infundido en jueces y fiscales por las decisiones de la Suprema Corte y la inacción del Ejecutivo es perfectamente tangible, dice Lessa.
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Una semana antes de la marcha del domingo, estudiantes de quinto año del Iava quisieron “concientizar” a sus compañeros sobre lo que pasaba hace cuarenta y pico de años en el país e idearon una performance simulando un secuestro. Un par de estudiantes con las caras cubiertas por pañuelos ingresaron de repente a clase y se llevaron de los pelos y a rastras a una compañera. Sólo “secuestradores” y “secuestrada” sabían que se trataba de un simulacro. Una docente lo sospechó. Al día siguiente manifestó en Facebook tanto su respeto y admiración por quienes tuvieron la idea como su estupor ante la casi nula reacción del resto.
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De la indiferencia que se instala, dio un ejemplo José María Giménez, una de las jóvenes estrellas celestes que jugará en el Mundial en Rusia. Cuando le preguntaron, ayer jueves, qué opinaba sobre la separación de su cargo del ex responsable de seguridad de la selección Miguel Zuluaga (véanse páginas 19-20), Josema dijo que Zuluaga era un “muy buen tipo” y que no era ese, en todo caso, un tema en el que un jugador debía meterse. Que él, sobre este asunto, haría silencio.