El fondo de la grieta
Ignacio de Boni
10 enero, 2020
Está llegando el discurso de la grieta. Se lo puede ver venir, a la uruguaya, de a poco y por la ventana, pero pronto para entrar. El marco discursivo que fue adquiriendo la campaña electoral –y los resultados de la elección– facilitó que asomara la idea de la grieta. Mientras la coalición de derecha presentaba la disputa en términos de continuidad o cambio, el Frente Amplio insistía con que la elección era entre la restauración neoliberal y un nuevo impulso al proyecto progresista. Era cuestión de estar de un lado o estar del otro.
Hasta ahí nada raro si se entiende que las ideas políticas, que a fin de cuentas son formas de pensar cómo debería organizarse la vida, siempre han dividido a las personas, que, por otra parte, no parecen estar dispuestas a comprar los vacíos llamados a la unidad y a tirar todos para el mismo lado que constantemente hacen los candidatos coacheados en campaña, temerosos de hacer afirmaciones políticas sustantivas que puedan generar rechazo en algunos sectores, lo que resulta en la triste paradoja de políticos que prefieren no hablar de política. A pesar de esto, está a la vista que, al final, la gran mayoría de las personas termina eligiendo un lado sin importarle mucho que eso implique la existencia o el surgimiento de una división entre quienes piensan más o menos igual y quienes piensan totalmente distinto.
La figura de la grieta viene de Argentina, donde tiene un historial relativamente reciente pero con la intensidad que caracteriza a esa cultura del vértigo, el escándalo y la mediatización de todo. En Argentina se empezó a hablar de la existencia de una grieta en los gobiernos de Cristina Fernández y el auge del kirchnerismo como movimiento político y popular, que en su concepción de la política como antagonismo se enfrentó a los empresarios sojeros, al grupo Clarín y a los organismos internacionales de crédito, lo que benefició a los sectores medios y bajos a través de políticas sociales y subsidios de los servicios públicos.
La grieta fue la expresión sensacionalista creada por el poder mediático para denominar la fractura política e ideológica supuestamente generada por la irrupción del kirchnerismo, que dividió a la sociedad entre quienes apoyaban el modelo y quienes se le oponían, los K y los anti‑K. Los primeros, defendiendo al kirchnerismo con uñas y dientes, los segundos, odiándolo con las tripas, y ambos bloques rechazándose mutuamente.
Por supuesto que los medios hegemónicos culpaban al populismo sordo y soberbio del kirchnerismo de haber generado la grieta y echaban mano al clásico recurso de acusar de radical e intolerante, de sembrar el odio y dividir a la gente, a cualquier movimiento que buscara tocar los intereses de los poderosos. Pero, más allá de ese reflejo defensivo del statu quo, que creó y usó la figura de la grieta a su favor, había un fervor en la militancia kirchnerista, una decisión de dar la batalla en la chiquita y cotidiana, que efectivamente ponía sobre la superficie diferencias políticas profundas, prácticamente irreconciliables e imposibles de disimular. Familias que dejaron de pasar las fiestas juntas porque no soportaban escuchar al tío gorila insultar a Cristina. Grupos de amigos que se dividieron entre K y anti‑K y dejaron de hablarse con los otros porque las reuniones eran insostenibles.
Es que la política, si se la toma en serio y se lleva hasta las últimas consecuencias, siempre tiene algo de grieta, de trazar una línea y fundar un conflicto en medio de una situación de paz aparente. La política es lo que transforma en un campo de batalla aquello que se nos aparece como dado por defecto. La grieta es la versión mediática e hiperreal de este antagonismo, causado por la politización de la vida cotidiana, que separa a las personas que tienen visiones del mundo radicalmente distintas y que se vive con más dolor cuando nos hace alejarnos de personas que queremos. La militancia kirchnerista supo bien que la política hace gozar y también que hace doler.
Cortando grueso, la grieta instalada es la misma en varios países de América Latina y el ciclo progresista es el parteaguas principal. Sabemos que la irrupción de los progresismos en el gobierno y de los movimientos sociales en el debate público y cultural fue contestada por una violenta reacción de los neoliberales, los evangélicos, los militares y el pensamiento conservador en sentido amplio. En este campo, de un lado quedaron quienes a fin de cuentas prefieren el progresismo (por convicción genuina, por falta de una alternativa más profunda, por un bloqueo defensivo contra el avance de la derecha) y del otro, sus opositores, que han sido la base social de la reacción.
En Uruguay, nuestra adorada e idealizada autoimagen de país tolerante y amortiguador hace que bloqueemos enseguida cualquier atisbo de grieta, aunque cada vez que alguien la nombra para rechazarla, paradójicamente, la instala un poco más (pienso en la primera campaña publicitaria de Juan Sartori, en la que se hizo conocido gracias a que la gente comentaba por todos lados que no lo conocía nadie). La grieta se nombra para condenarla, para decir que no puede ser, que hay que evitarla a toda costa porque arruina la convivencia. Y es cierto que hay peligros en la grieta, pero también hay verdades. Una cosa es arengarla y otra cosa es reconocer que en cierta medida existe. Negarla es hipócrita y absurdo.
Es muy difícil la convivencia entre alguien que marcha los 20 de mayo y alguien que cree que la dictadura hizo lo que tenía que hacer. O entre una feminista y un tipo que cree que la función de las mujeres es dar hijos y limpiar la casa. O entre alguien que habla de las desigualdades estructurales del capitalismo y alguien que cree que los pobres son pobres porque no se esfuerzan lo suficiente. O entre quienes creen que la sociedad debe organizarse según leyes de mercado y competencia, y quienes defienden la solidaridad, la producción colectiva y la autogestión. O entre un empresario al que sólo le importa la plata y una militante social de barrio. A esas personas las separa algo grande. No se puede hacer de cuenta que ese conflicto no existe para quedarnos tranquilos. Y recordemos que negar o evitar el conflicto siempre beneficia a quienes se encuentran arriba en un orden determinado, que no por casualidad suelen querer mantener el orden.
Ahora bien, incluso si creemos que marcar esas diferencias ideológicas es un acto político valioso (y yo creo que lo es), hacerlo desde el discurso de la grieta es peligroso, porque homogeiniza cada bloque en disputa e impide explorar y aprovechar sus intersticios, sus subgrietas. Ni de un lado somos todos iguales, ni del otro lo son. El problema de la grieta no es que divide a la gente y pudre un asado. Eso es inevitable y se llama política. El problema es que, en el fragor de la confrontación, podés terminar cayendo al vacío, en vez de pensar con claridad y con audacia.
En primer lugar, es peligroso para el bloque de las izquierdas, ya que no permite un análisis crítico de los límites del progresismo y, sobre todo, lo consagra como lo único posible, decreta la nostalgia de aquellos buenos tiempos y la esperanza del “vamos a volver”. La lógica de la grieta, el afán de tener una causa que defender en el enfrentamiento, también lleva a reificar y aferrarse a lo conocido, en lugar de decidirse a construir alternativas que lo superen.
En segundo lugar, es peligroso porque tampoco permite el diálogo paciente y honesto con mucha gente que ha sido seducida por las promesas de la derecha, pero cuya bronca y deseo de cambio pueden ir en otra dirección. No permite entender las formas de construcción y expansión de subjetividades reaccionarias, que es el primer paso para desmontarlas e impulsar otras. Desde este lado de la grieta se hace difícil comprender por qué el malestar cotidiano por la forma de vida neoliberal en amplios sectores populares se ha expresado en clave de orden, represión y restauración, y no como quisiéramos los de este lado.
Hoy en el bloque de la derecha hay familias de la oligarquía y militares nostálgicos de la dictadura, pero también hay almaceneros y vecinas a las que les robaron varias veces y quieren aumentar las penas. Y, aunque en lo concreto puedan pensar parecido y en la lógica de la grieta queden del mismo lado, un oligarca y un almacenero no son lo mismo. Y no lo son por una razón muy sencilla: porque uno tiene mucho poder, pero el otro no. Uno siempre va a querer mantener a raya a los de abajo, pero el otro puede empezar a enojarse con los de arriba. Al final, siempre habrá que trazar una grieta entre quienes defienden jerarquías y privilegios y quienes los impugnan, pero al hacerlo conviene tener a mucha gente al lado.