Políticas culturales de la dictadura…

Políticas culturales de la dictadura:

La historia, la literatura, la ciencia

y los festejos que promovió el régimen

28 de mayo de 2021 · 

Escribe Mariana Monné 

Los programas culturales de la dictadura cívico-militar y la actitud del régimen hacia la cultura en general fueron motivo de un pequeño debate suscitado por expresiones del actual director de la Biblioteca Nacional. El 12 de mayo, en el marco de un conversatorio virtual organizado por la Fundación Mario Benedetti, Valentín Trujillo recordó que la dictadura “también tuvo sus programas de apoyo a la cultura”.

Trujillo dijo asimismo que “gracias al desafío gigantesco, político sobre todo, que significó la dictadura para el Uruguay, el teatro independiente uruguayo tuvo un florecimiento y una ebullición gigantescos”. El jerarca precedió esta afirmación con “enormes comillas”, previendo el enojo del público que, efectivamente, se enojó. Hubo una campaña de recolección de firmas que cuestionaron sus afirmaciones y la pertinencia de que fuera precisamente el director de la Biblioteca Nacional quien pareciera soslayar los perjuicios que trajo la dictadura al ámbito de la cultura.

Sin embargo, tal vez Trujillo haya expresado algunas verdades incómodas, que conviene examinar. Para empezar, quizás deberíamos precisar el término “la cultura”, porque así, sin adjetivos, no remite a nada definido. Lo que las críticas al director de la Biblioteca Nacional quisieron expresar fue que el régimen cívico-militar de la última dictadura uruguaya censuró, persiguió, exilió, etcétera, a referentes de la cultura de izquierda de la época. Eso fue así; pero en este movimiento podríamos ver una apropiación de la “cultura” por parte de las izquierdas, que niega la posibilidad de que exista una cultura de las derechas y que invisibiliza el proyecto cultural del gobierno de facto. Pero esa cultura y ese proyecto existieron.

El régimen cívico-militar intentó perpetuarse en el poder y para eso echó mano a un procedimiento que lo legitimara, el plebiscito de 1980, envalentonado por la experiencia chilena. Para tener éxito en ese referéndum, entre otras cosas, los dictadores intentaron construir una base social que los respaldara. Dado que el régimen no era un bloque ideológico, sino que irrumpió en el poder por una coyuntura histórica en la que coincidieron varias corrientes antiizquierdistas (anticomunistas, antisemitas, racistas, conservadoras, de derecha, militaristas), era de esperarse que la base social fuera igualmente diversa. Muchos hombres y mujeres trabajaron en el Estado durante la dictadura, participaron en la ejecución de las políticas públicas, fueron a las fiestas, se sacaron fotos con el Ejército marchando por la calle; eso no significaba necesariamente apoyo, aunque sí existió cierto consenso social, bastante estudiado en el campo de la historia del pasado reciente en Uruguay, Argentina y Chile.

En todo caso, el régimen concentró su búsqueda de respaldo social en el interior profundo del país (porque entendía que Montevideo ya estaba corrompido) e intentó, al mismo tiempo, “crearlo”, preocupándose por la formación de formadores (de ahí el interés por intervenir, depurando, la institucionalidad educativa) y por la educación de los niños y jóvenes.

En busca de un relato

En 1973 Edmundo Narancio era el titular del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), y en 1975 fue sustituido por Daniel Darracq. En el puesto que actualmente ocupa Trujillo en la Biblioteca Nacional estaba Arturo Sergio Visca. Una búsqueda rápida disipa dudas: no eran personas que no creyeran en el Estado de derecho y posiblemente en su fuero interno no apoyaban el golpe ni la dictadura; sin embargo, ahí estaban, trabajando para el gobierno, quizás aprovechando la oportunidad o arriesgando un lugar de resistencia desde adentro. Narancio asumió en 1975 como rector interventor de la Universidad de la República (Udelar). Sostenía que la autonomía universitaria estaba “hipertrofiada” y que eso permitía el adoctrinamiento en “filosofías y acción totalitaria” y la formación de “combatientes a favor del imperialismo marxista”. Dijo que no aceptaba la exclusión de las ideas de izquierda de los contenidos educativos, pero que sí estaba en contra de una enseñanza “totalitaria” que sólo abordara el marxismo-leninismo, pues este tipo de educación sesgada había llegado –según él– a generar temor en los ámbitos académicos. Para el ministro, todo eso debía terminar, no de forma violenta sino mediante la “persuasión” y una serie de procedimientos que no aclaró.

Mausoleo de José Artigas, en la plaza Independecia de Montevideo (archivo, octubre de 2014).

La persuasión llegó con la Dinarp (Dirección Nacional de Relaciones Públicas), creada por el Decreto-ley 14.416 de agosto de 1975 y oficializada recién en 1977, subordinada a Presidencia y cocoordinada por la Policía de Montevideo. El organismo estuvo presidido por un directorio de tres representantes de la Presidencia, la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y la Secretaría de Planeamiento, coordinación y difusión. Tenía la doble tarea de generar información que los medios de comunicación debían replicar y de censurar la que estos producían. Los productos de la Dinarp buscaron materializar el discurso “fundacional” del régimen, reforzando el conflicto Montevideo/interior y tomando partido por este último, tradicionalmente relegado por los gobiernos colorados, y enfatizando en los progresos del país bajo el gobierno militar, como sostiene Aldo Marchesi en El Uruguay inventado.

¿Qué era el “discurso fundacional” del régimen?

Durante lo que los historiadores denominan el “ensayo fundacional” de la dictadura (entre 1975 y 1980), el gobierno de facto buscó un relato sobre el origen de la nación que lo legitimara. Probablemente, lo que los militares en el poder buscaban era quedarse en el gobierno bajo una forma tutelada; no querían perpetuar la dictadura, sino transformarla en otra cosa, algo que fuera más aceptado nacional e internacionalmente, y legítimo, dada la larga tradición democrática del país.

El discurso fundacional del régimen tomó forma en 1975, con los festejos del Sesquicentenario de los hechos de 1825 y los 125 años de la muerte de Artigas. La creación de la Dinarp da cuenta de la necesidad que sentía el régimen de transmitir qué hacía y por qué, tras un consenso social que lo legitimara. La constitución del Año de la Orientalidad y la creación de la Comisión Nacional de Hechos del Sesquicentenario (CNHS), la condecoración Protector de los Pueblos Libres General Artigas y la construcción del Mausoleo (que finalizó en 1977) son parte de este intento de justificación histórica en el discurso y accionar del régimen cívico-militar.

La “recuperación” de la figura de Artigas, que también había sido reclamada por la izquierda, incluyó la creación del memorial en la plaza Independencia. En ese “sitio elegido por la voluntad ciudadana” se expondrían “a la veneración pública” los restos de Artigas, “no en bronce, ni en piedra, ni en mármol”, sino “un Artigas de cemento armado. Recio, viril, imponente. En actitud meditativa”, según describe Fernando Assunção en su obra Artigas.

Tras la pureza perdida

En la misma línea, se exaltó la cultura del Uruguay profundo, la oposición del interior a Montevideo, capital del batllismo y de la izquierda. Las manifestaciones nativistas, criollistas y gauchescas fueron privilegiadas por sobre lo urbano y lo de ascendencia europeísta, y por sobre lo estadounidense, fundamentado en una corriente antiimperialista de las Fuerzas Armadas.

La conmemoración del Sesquicentenario de 1825 buscaba dirimir la discusión entre sectores de los partidos políticos tradicionales que promovían las fechas 25 de agosto de 1825 (Declaratoria de la Independencia) y 18 de julio de 1830 (Jura de la Constitución) como nacimiento del país independiente. Carlos Demasi explica que los calificativos “oriental” y “uruguayo” fueron apropiados por los partidos políticos Nacional y Colorado y sus respectivas áreas de influencia, el campo y la ciudad, durante los batllismos, cuando se oficializó una identidad nacional capitalina, cosmopolita y europeizante, al tiempo que la expresión “República Oriental del Uruguay” representaba el triunfo parcial de una idea de la identidad con base rural, autóctona y americanista promovida por los blancos, tal como recogen Isabella Cosse y Vania Markarian en 1975: Año de la Orientalidad.

Los festejos del Año Cívico-Literario, también en 1975, junto a la conmemoración del Año Internacional de la Mujer declarado por la Organización de las Naciones Unidas, permiten reconocer en la figura de Juana de Ibarbourou a la escritora ideal y a los escritores Julio Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira y Florencio Sánchez (con el pretexto del centenario de sus nacimientos) como el canon, adscribiendo al régimen en una de las referencias más fuertes de la cultura letrada nacional: el Novecientos. El gobierno de facto buscaba vincularse a los inicios de la cultura nacional, naturalizar su presencia, trazando una continuidad entre aquella época de oro y ese presente.

Plaza del Ejército, en bulevar José Batlle y Ordoñez y la avenida General Flores, el 27 de mayo.

En la misma línea, en 1978 el MEC emprendió una campaña de “buen uso del idioma” –recordable porque aparecían caricaturas en prensa y televisión explicando cómo se decían usualmente y cómo debían decirse algunas expresiones– que iba en contra de las voces vulgares o populares de la lengua y de los extranjerismos de origen brasileño y estadounidense, de esta manera se reproducía el purismo lingüístico y nacionalista que respaldó la creación de la Academia Nacional de Letras en 1943, tal como lo estudia Graciela Barrios en “Política lingüística y dictadura militar en Uruguay (1973-1985)”. También con esta iniciativa, el régimen quería recuperar lo que consideraba el canon, la lengua pura y los valores morales de la época fundacional de la cultura nacional, como si todo lo vivido desde entonces hasta principios de la década hubiera sido corrupción y debacle.

El público objetivo de la mayoría de las medidas adoptadas por el Estado durante esos años eran la juventud y los niños, lo que se ve claramente en las iniciativas de 1979, declarado por la Unesco Año Internacional del Niño: la película Gurí (sobre un huérfano que se convierte en gaucho), el disco Gurí. Folclore para niños y los numerosos festivales musicales, entre otros, de corte nativista y con énfasis en la cultura gaucha como el mejor exponente del interior del país. Este folclore, a diferencia del que circulaba en la década de 1960 y hasta principios de la siguiente, no protestaba. Recordemos también que era un niño la mascota del Mundialito (o Copa de Oro de Campeones Mundiales, como fue designado oficialmente) de 1980-1981, en conmemoración del cincuentenario del primer campeonato en 1930. La mascota infantil llevaba una pluma en la cabeza (por aquello de la “garra charrúa”), vestía la camiseta de la selección nacional y pateaba una pelota con rayos semejantes a los de la bandera uruguaya, y que remitían a la identidad gráfica del Sesquicentenario.

El empujón a ciertas ciencias

Durante el período se dio un fuerte impulso a las ciencias. En 1974 se creó la Academia Nacional de Medicina, de carácter honorario y con un cuerpo de entre 20 y 40 miembros de destacada labor. La primera renovación de su comisión directiva fue en 1976 (cuando se incorporó Rodolfo Tálice), y en 1978 comenzaron las reuniones de las Academias del Plata en Buenos Aires, donde se realizaban intercambios sobre los avances científicos aplicados a la salud. Desde 1977 y durante 20 años se entregó el Gran Premio Nacional de Medicina y desde 1981 (y durante cinco años) se entregaron los premios Ministerio de Salud Pública (MSP), El País y Laboratorio Spefar. En 1983 se entregó por única vez el Premio Cincuentenario del MSP.

Las ciencias del mar también recibieron un espaldarazo, sobre todo en la Facultad de Humanidades y Ciencias (FHC) de la Udelar. La Licenciatura en Oceanografía Biológica surgió por iniciativa del capitán Mario Bolívar (uno de los marinos que se acuartelaron en contra de la dictadura en 1973 y técnico del Servicio de Oceanografía, Hidrografía y Meteorología de la Armada Nacional), quien la llevó adelante con fondos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Si bien ya existía una demanda de estudios en oceanografía debido al trabajo de divulgación científica del francés Jacques Cousteau, también debe vincularse al interés del gobierno de facto por el desarrollo del sector pesquero. Los años 70 fueron de impulsos y transformaciones en cuanto a investigación y desarrollo marítimos, y de proliferación de publicaciones especializadas en el área de las ciencias en general y de las ciencias del mar en particular. Entre los emprendimientos de la época están el Centro de Estudios Históricos, Navales y Marítimos de 1973 (y su Museo en 1981), el acondicionamiento del buque Tacoma como “cárcel flotante” en junio de 1973 y la oficialización del Instituto Antártico Uruguayo en agosto de 1975.

Los intelectuales afines

Fernando Assunção (1931-2006) fue un historiador especializado en temas identitarios rioplatenses, como el gaucho y el mate, y estaba casado con Margarita Corallo, una reconocida intérprete de danzas folclóricas. Fue miembro de número de los institutos Histórico y Geográfico del Uruguay y del Brasil, del Panamericano de Geografía e Historia de la Organización de Estados Americanos, de las academias de Historia de Argentina, España y Portugal, fue creador y director del Museo del Gaucho de Montevideo, cocreador junto a Jorge Páez Vilaró del Museo de Arte Americano de Maldonado y curador de Colonia del Sacramento, declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco.

Junto a Assunção, el gobierno de facto revitalizó asociaciones y actividades tradicionalistas del interior del país, dejando de lado otras expresiones más montevideanas, como el carnaval o el tango (ni hablar del rock), y reduciéndolas a su dimensión puramente turística. Assunçao, junto al general Esteban Cristi (comandante de la División del Ejército 1) y al profesor de Literatura Alfonso Llambías de Azevedo, formó parte de la CNHS, creada en 1975 para organizar la celebración del Año de la Orientalidad. En perfecta alianza entre la historia y las letras, Llambías de Azevedo fue un buen compañero de Assunção en la empresa. Había sido director de la Revista Iberoamericana de Literatura de la FHC entre 1959 y 1962, y en 1976 publicó, bajo el sello de la CNHS, El modernismo literario y otros estudios, un trabajo acorde con el canon literario que la dictadura buscaba rescatar en su Año Cívico-Literario.

El Año de la Orientalidad instauró una coordinación entre el Estado y sus dependencias por intermedio de la CNHS, los sectores privados, los intelectuales afines y la sociedad, que participó a través de agrupaciones folclóricas y patrióticas (rotarios y leones, comisiones de fomento, instituciones educativas.). Durante esta etapa se acentuaron las referencias implícitas al terrismo, especialmente en los argumentos de algunas modificaciones legislativas, ciertos aspectos de la cultura nacional vinculados al interior del país (fiestas criollas, conmemoraciones locales) y la relación entre el Ejército y el sector civil (desfiles cívico-militares con presencia escolar obligatoria), haciendo énfasis en el perfil servicial de los militares, su sensibilidad hacia los más necesitados y su abnegada disposición para ayudar.

Todo esto no fue exclusivo de Uruguay. La dictadura argentina, iniciada en 1976, también mostró un interés por lo “no capitalino”, en especial la frontera, a la que dedicó buena parte de sus políticas públicas con el argumento de defender la patria de los extranjeros (Brasil y Chile) y resguardar la cultura nacional que se encontraba depositada en los pueblitos del interior argentino. Durante la campaña contra Chile, en 1978, el gobierno de Jorge Rafael Videla apeló a una construcción selectiva del pasado semejante a la que realizó la CNHS en Uruguay.

Plaza de la Bandera, en Bv Artigas frente a la terminal de ómnibus de Tres Cruces, el 27 de mayo, en Montevideo.

Campo fértil

Este repaso busca evidenciar que, tal como manifestó el director de la Biblioteca Nacional hace unos días, el gobierno de facto tuvo un gran interés por la cultura nacional. ¿Por qué le interesaba? No parecía importarle tanto fomentar la cultura en sí misma, sino como instrumento para cooptar y crear adeptos a su proyecto político-ideológico. Promovió la creación de la Licenciatura en Educación dentro de la FHC (1978), porque estaba interesado en formar educadores con una visión restringida y regresiva de la docencia, y por esto mismo reformó los planes de estudio universitarios en 1976. El régimen fomentó con ahínco las actividades deportivas, para disciplinar los jóvenes cuerpos en la escuela y el liceo, asociadas a festividades de los pequeños pueblos del interior, donde raramente llegaban los políticos ni las novedades montevideanas.

La cuestión es qué cultura promovió la dictadura, y no si hubo o no un proyecto cultural, porque lo hubo y fue un proyecto conservador, de derecha y con aspectos regresivos. La cultura de izquierda y sus creadores y promotores fueron perseguidos y censurados, pero la cultura de raigambre tradicionalista, nativista, lo vinculado al folclore, a lo criollo, al campo (porque la ciudad-capital era, para el gobierno de facto, un foco marxista), fue atendido y celebrado. Hubo festivales de gastronomía típica y música folclórica, fiestas locales, grabaciones de discos, filmaciones de películas, entre otras muchas expresiones culturales vinculadas al discurso nacionalista del régimen, en desmedro del canto popular y de protesta, del carnaval, del rock y del tango.

Existe amplia bibliografía sobre lo que vivió la cultura de izquierda durante los años de dictadura, sobre el exilio y la persecución, el apresamiento y la muerte de sus militantes. También han aparecido investigaciones sobre la base social del régimen. Muchísimas personas iban a fiestas, compraban discos, miraban películas, y no por eso eran necesariamente cómplices del régimen. Habría que abandonar la costumbre de asociarles roles predeterminados a las izquierdas y a las derechas. Hubo muchos hombres y mujeres grises, encargados de llevar adelante las políticas públicas durante el período dictatorial. Algunos configuraron lugares de resistencia, mientras que otros encontraron la posibilidad de emerger y crecer en un campo cultural menguado.

Deberíamos seguir revisando el rol de los medios de comunicación durante la época, que fue central para esa adhesión social. Y repasar, críticamente, la actitud del campo político (batllismo e izquierdas, particularmente) hacia los sectores tan alejados de la capital. Durante la dictadura, estos sectores históricamente relegados fueron protagonistas y el régimen cívico-militar supo capitalizarlo prolongadamente. Es algo a tener en cuenta en estos tiempos.

Mariana Monné es autora de la tesis de maestría “Los ‘rinocerontes’ y el Estado. Aproximaciones al campo cultural durante la dictadura en Uruguay (1975-1980) y Chile (1977-1983)” (FHCE, Udelar, 2014).

 

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